Por Arturo Pérez-Reverte |
En los años 80, tras un reportaje sobre la ultraderecha, un
juez que tocaba esa música me quiso empapelar por mencionarlo, aunque luego,
tras apelaciones y recursos, todo quedó en nada.
Peor suerte tuve cuando un
individuo pretendió sacarme 80.000 mortadelos acusándome de plagio, y tras
ganarle tres juicios se dio la casualidad de que el último cayera en manos de una
compañera de profesorado en la misma universidad, puerta con puerta, del
abogado de mi parte contraria (naturalmente, nada tuvo que ver eso con la
sentencia; lo cuento sólo como simpático y superfluo detalle costumbrista).
Hasta el episodio más reciente tiene su puntito de recochineo judicial: un
miserable que me cubrió de calumnias fue absuelto porque, aunque se reconocen
en la sentencia las mentiras y las calumnias, según el texto yo soy personaje
conocido pero el calumniador no lo es; y eso le da perfecto derecho a inventar
y publicar un currículum chungo con absoluta impunidad. Lo punible, claro,
habría sido lo contrario. Que yo me ciscara en su puta madre. Ahí sí me habrían
sacudido bien, sus señorías.
Con el ánimo templado por tan deliciosos antecedentes,
y otros que omito por no aburrir –una vez gané un juicio en Canarias, pero
tardé meses en creérmelo–, leo la sentencia sobre el anciano de 83 años al que
un jurado popular se ha pasado por la piedra por matar a uno de los dos
ladrones que asaltaron su casa. Por suerte para el matador, me digo, no era
personaje conocido; porque en tal caso tal vez le habría caído una temporada
más larga y ejemplarizante. Pero tuvo suerte. Como se trataba sólo de un abuelo
que no escribe novelas ni firma artículos ni sale en la tele, que dos
facinerosos se le metieran en casa y le dieran una buena estiba a él y a su
anciana esposa, y que él agarrara una pistola y –a sus 83 años, insisto– le
pegara un tiro a uno de ellos, y luego le pegara otro tiro más, le ha costado sólo
dos años y medio por rápido de gatillo. El abuelo «podía haber
utilizado otras alternativas igual de efectivas», dice la sentencia; como,
por ejemplo, «la mera exhibición del arma o efectuar un nuevo disparo
al suelo en espera de disuadir al asaltante». Así que, bueno. Eso. Treinta
meses de talego de los que sí se cumplen. Si no lo indultan antes, saldrá con
86 tacos de almanaque y podrá, reintegrado al fin a la sociedad contra la que
obró, rehacer su vida.
Imaginen, con cuanto acabo de contar, cómo lo supongo
de crudo el día, o la noche, en que dos treintañeros malosos decidan hacerme
una visita a domicilio: mi procedimiento a seguir, habida cuenta de que aún no
tengo atenuante octogenario, pues soy un vigoroso adulto de 66 tacos. A ver
cómo convenzo al juez o al jurado de que, si le suelto un escopetazo con postas
a uno que se cuele en casa a las tres de la madrugada, lo habré hecho tras
considerar serena y fríamente si no tendría a mano otras alternativas igual de
efectivas, o si la mera exhibición del arma, una vez encendida la luz para que
la vean, no bastaría para disuadir a la peña. Porque, a fin de cuentas, yo soy
personaje conocido –«Reverte se carga a dos pobres intrusos nocturnos y
anónimos sin averiguar sus intenciones»–; y ellos, criaturas tratadas de
modo injusto por la sociedad capitalista, a los que mi perdigonada fascista
privaría de la posibilidad de una reinserción idónea.
Así que aquí ando, oigan. Preparando mi defensa
judicial por si luego no me da tiempo. Estableciendo un protocolo. Antes que
nada, si abro los ojos y encuentro a alguien en mi dormitorio, deberé encender
la luz y preguntar si ha entrado a robar o a pedirme un autógrafo. Después, una
vez confirme sus intenciones delincuentes, averiguaré si va armado de pistola o
navaja, a fin de que mi respuesta, en caso de ser violenta, sea también
proporcional. Nada de escopetazo si lleva pistola, ni de pistoletazo si lleva
navaja, ni de sable de caballería si lleva garrote. Cuidadín con eso, que los
jueces se fijan mucho. En el peor de los casos, si va artillado, procuraré que
él dispare primero; y sólo en caso de que no me mate, dispararle yo. Aunque sin
matarlo, por supuesto. Porque si me lo cargo, sin duda alguien apreciará en lo
mío un exceso de legítima defensa. Así que lo primero será tirar al aire. Pum.
Y sólo si eso no lo disuade podré apuntar a una pierna; aunque procurando,
claro, no darle en la femoral, porque entonces palma y la liamos parda. Y a la
cabeza, desde luego, ni se me ocurra. Ahí sólo podré dispararle en caso de que
él me haya matado antes. Y aun así, ya veremos.
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