Por Jorge
Fernández Díaz
El fantasma de Sabato se pasea por la vieja casa de
Santos Lugares. Visita el atelier donde pintó y repintó cincuenta obras
sombrías, recorre la biblioteca llena de ediciones exóticas y en algunos casos
directamente pirateadas de sus novelas y ensayos, entra en el cuarto cerrado
donde Matilde pasó sus últimos días y finalmente se asoma al jardín. Allí
recuerda una tarde entre todas.
Cuando su pequeño hijo Mario jugaba
ruidosamente con sus amigos y de pronto vio que todos se quedaban congelados.
Al darse vuelta, Mario descubrió que su padre se asomaba por la ventana del
cuarto donde escribía Sobre héroes y tumbas y
que, con ojos desorbitados, le preguntaba: “¿Se puede saber por qué carajo
gritan?”. Mario le respondió: “Yo porque soy chico. ¿Y vos?”. Don Ernesto no
dijo nada, retrocedió hasta su máquina de escribir y su soledad, y al poco
tiempo mudó su oficina a un cuarto del fondo. Mario recuerda que leía a
escondidas las páginas de esa novela: temía que no le gustara. Y por ese largo
río gótico y existencialista se encontró con el Informe
sobre ciegos, como quien se choca con la casa de Psicosis. Le fascinó tanto que muchos años después
la filmaría, con un Sergio Renán inolvidable en las ropas de Fernando Vidal
Olmos. “¿Por qué no hacés mejor la larga marcha de Lavalle? —quiso prevenirlo
don Ernesto—. Es más prudente”. Mario contestó: “La prudencia no es una de mis
virtudes”. Padre e hijo cultivaron siempre un carácter hosco, ajeno a las
efusiones, una relación de tormentas fuertes y amaneceres espléndidos. Tomados
por un pudor insalvable, jamás se comunicaban los sentimientos. A veces se
escribían cartitas, para reconciliarse, y Matilde trabajaba de correo, haciendo
incluso desaparecer alguna misiva que, según su criterio, podía avivar más el
fuego en lugar de apagarlo. La única vez que Ernesto le dijo “te quiero” a su
hijo fue cuando cumplió 92 años.
Es justamente ahora Mario Sabato quien más está
luchando por lograr que esa legendaria finca de Santos Lugares, donde vive un
nieto de Ernesto, se convierta en una casa-museo, un punto insoslayable del
patrimonio cultural argentino. “Mi padre tuvo varios golpes tremendos —me
cuenta—. El primero fue el comienzo de la enfermedad de Matilde. El segundo, la
muerte de mi hermano Jorge (en un accidente). El tercero fue la muerte de mi
madre. Después estuvo deprimido y atacado por las nieblas de la mente. El
principal fantasma de Ernesto Sabato fue él mismo”.
Sin embargo, los fantasmas no descansan. Están
hechos del material de los recuerdos y asaltan de vez en cuando a sus viejos
amigos. Para Magdalena Ruiz Guiñazú ese fantasma sigue junto a ella, en
aquellos almuerzos que hacía en su casa con Jaime de Nevares, Graciela
Fernández Meijide y otros compañeros de la Conadep. Evoca la periodista un
almuerzo en especial, cuando un ministro del gobierno alfonsinista se hizo
presente para intentar convencer al grupo de que no se pronunciara públicamente
contras las leyes del perdón. Ernesto cortó de raíz la operación y le dijo al
emisario presidencial: “Nosotros bajamos al infierno para recabar esto. No
vamos a mover ni una coma de lo que escribimos”. El ministro, algo contrariado,
se retiró, y el grupo rodeó lentamente al escritor para abrazarlo. Como se
abraza un tótem, o el coraje o una convicción.
Para Alberto Díaz, su sabio editor, el fantasma se
cuela en la memoria a través de una visita inesperada. Fue una tarde
remota, cuando su secretaria le avisó en Espasa Calpe que don Ernesto lo
esperaba afuera. Alberto lo hizo pasar. Sabato estaba angustiado por un
aniversario del “Nunca más”: el mundo era, por supuesto, terrible. Había
caminado durante horas sin rumbo fijo, y ahí estaba sentado, mirando la pared
llena de retratos de grandes narradores y poetas. Para gran asombro de Alberto,
Sabato dijo: “Ah, tenés al turquito Saer. Vive en París y le va muy bien. Eso
me lo debe a mí”. Díaz se quedó perplejo. En primer lugar, por la sorpresa de
que Sabato conociera de antes a quien luego se convertiría en el narrador más importante
de la vanguardia argentina. Y en segundo término, porque el viejo maestro le
hubiera dado una mano al autor de Cicatrices y El limonero real. “Fue una vez en Santa Fe,
donde yo tenía una mesa redonda —le contó Sabato—. El turquito y un amigo, también
cuentista, me vinieron a ver para que yo leyera sus relatos. Los leí y al día
siguiente les dije: “Ustedes escriben muy bien, pero éste es un país salvaje;
váyanse al extranjero”. El turquito se fue a París y mirá qué buenos resultados
le dio”.
El editor no dijo nada, pero sospechó que esa
anécdota era apócrifa. Sin embargo, la atesoró un tiempo hasta que vio a Juan
José Saer en Francia y le preguntó directamente por ella. “No me vine por
consejo de Sabato, pero es cierto que me lo dio”, le contestó Saer. Alberto se
admiró del ojo catador de don Ernesto, que con una rápida lectura se había dado
cuenta de que aquel joven desconocido tenía todo el futuro del mundo. “El viejo
sabía, tenía olfato literario”, se admira Alberto todavía.
En los últimos tiempos Sabato —un agnóstico abierto
al misterio de Dios— condescendió a comulgar. Mucho tuvo que ver con eso el
ensayista, poeta y sacerdote Hugo Mujica. Ernesto creía que la realidad no
cabía en la realidad, y asistía a sus oficios en la parroquia Patrocinio de San
José. Lo había conocido veinte años atrás, cuando Mujica asistió a una charla
donde Sabato se despachaba contra Dios y contaba cosas espeluznantes sobre los
ciegos. Cuando el escritor bajó del escenario, Mujica le dijo: “Mi papá es
ciego y yo soy teólogo”. Nació entonces una amistad que continuó a lo largo de
dos décadas. “Una vez me vio en televisión riéndome, y me llamó al orden: un
intelectual no debe reírse, me dijo, el mundo es un asunto grave”, recuerda
Mujica. Coincidieron una vez en Madrid. Estaban charlando en un hotel y de
pronto sonó el teléfono en la habitación. Mujica atendió y le pasó el
auricular: “No sé quién es. Una mina”. Don Ernesto tomó el tubo y dijo: “No me
acuerdo. No, no me acuerdo. No, la verdad es que no me acuerdo”. De repente
perdió la paciencia y explotó: “¡Mire, señora, yo no tengo la culpa de que
usted no sea inolvidable!”.
Un fantasma que lleva su nombre cobró la forma de
una fundación que tiene maravillado a Juan Carr: “Es extraordinaria, creativa,
no se parece a ninguna otra. Toman tres veces por semana a 160 chicas humildes
de las villas 20, 1-11-14, Soldati y Fátima del Bajo Flores y también de Ciudad
Oculta, y las trasladan en micros hasta la sede de la Universidad Tecnológica
Nacional (UTN), en Lugano, donde les dan apoyo escolar, orientación vocacional,
salida laboral y cariño. Con la ayuda de Bernardo Kliksberg. Tienen una
relación muy directa con cada una de esas chicas, las tratan como si fueran
parientes. Se meten en lugares peligrosos para rescatarlas, y tienen con ellas
un seguimiento personalizado y afectuoso. Escucho que en la fundación de Sabato
festejan cuando fulanita leyó finalmente La Ilíada, o cuando
pudieron llevar a cinco de ellas al teatro”.
Carr conoció a Sabato hace diez años, y se quedó
impactado por su sensibilidad social. Le pareció que el escritor tenía un gran
dolor íntimo, producto de lo que veía en estas sociedades desiguales. Y que
combatía esa herida generando heroicas empresas comunitarias. “Cuando el
Ministerio de Educación empezó a distribuir libros de cuentos en las canchas,
estuve hablando un poco con don Ernesto, a quien le parecía una buena idea. En
un momento dado, le pregunto de qué cuadro es: Estudiantes. ¿Y si había jugado
al fútbol y en qué puesto? Me respondió: Yo era defensor, jugaba de cuatro. Me
decían El Hacha”. Eso derivó en que Sabato fuera a la cancha a ver a
Estudiantes. Por última vez en su vida.
El autor de El túnel creó
esa fundación en el peor momento de la Argentina moderna: el año 2001. Algunos
de sus “miembros de honor” fueron José Saramago, Augusto Roa Bastos, Eduardo
Falú, Héctor Bianchiotti y Mercedes Sosa. Sabato no quería publicidad, prefería
una acción invisible. Con el proyecto Fogones, en aquellos tiempos dramáticos,
daban de comer a 1200 chicos por día. Ernesto recibía pedidos de todas partes
del país y escribía cartas personales rogando ayuda para los necesitados. Esas
misivas por lo general estaban destinadas a funcionarios, empresarios y
directores de hospitales. Su brazo ejecutor en el área social era Elvira
González Fraga, quien había ganado su corazón. Elvira fue misionera rural y es
socióloga. Tenían, con respecto a estos temas, la misma sensibilidad. Junto a
Sabato, Elvira conoció a gente importante de todo mundo, desde Mitterrand y
Jacques Cousteau, hasta Rafael Alberti y el rey de España, que le entregó el Premio
Cervantes.
Fueron dichosos en casa de los Saramago. Tanto José
como Pilar los recibieron en su hogar de Lanzarote durante el mes de octubre de
2002. Al portugués le fascinaban particularmente los ensayos del argentino. Los
dos narradores eran serios y graves, y tenían una visión dolorida sobre el
mundo. Los dos eran ex comunistas. Pilar, espejo de Elvira, le dijo en un
suspiro: “Hay tanto que hacer”.
La fundación abrió sus puertas en una casa chorizo
de 1890 que consiguieron en Palermo, a metros de la calle Borges, antes amigo
de Ernesto y luego su archirrival. Allí Sabato hizo todo lo necesario para que
Elvira pudiera operar sobre el terreno y hacer el bien. Y vaya si lo hizo. La
fundación trabaja en los Andes, en la Alta Puna, a 5600 metros de altura, con
un frío atroz, llevándoles agua potable a los pueblos originarios. A veces, los
campesinos tenían que bajar cinco kilómetros para buscar un triste balde de
agua. También comenzaron a trabajar con los adictos al paco en la Boca y
armando talleres musicales para personas de bajos recursos con donaciones de
grandes artistas, consiguiendo fondos de donde fuera, e intentando siempre
construir un nexo entre la escuela y la casa. “Cuando me faltes voy a sentir
una enorme tristeza —le decía Elvira a Ernesto—. Pero no me voy a dejar caer,
porque siempre tendré chicos y chicas que estarán esperando mi ayuda”.
Treinta años pasaron juntos Sabato y su aguerrida
compañera. Viajaron por el mundo, vieron mucho cine y teatro. Fueron felices.
Elvira recuerda cuánto le gustaba el tango al escritor. No se privaron de
escuchar cantar en vivo y en directo a Edmundo Rivero y al Polaco Goyeneche. Y
estuvieron con Astor Piazzola en el “Mater Dei”, cuando el gran bandoneonista
ya estaba gravísimo. Piazzolla quiso hacer alguna vez una ópera con Sobre héroes y tumbas. Pero Ernesto se negó; no quería
sacar esa historia de la literatura.
Jura Elvira que Ernesto nunca perdió la lucidez emocional,
salvo durante el último año de vida, cuando se encontró sin habla: tenía una
afasia. La tarea principal de la mujer consistía entonces en reconocer lo que
él quería decir. Le llevaba películas. Vieron juntos, totalmente
conmovidos, La eternidad y un día,
aquella obra maestra de Theo Angelopoulos, donde Bruno Ganz encarna a un poeta
griego que va a morir. Admiraron mucho los filmes de Andréi Tarkovski. Y Elvira
le leyó Fuego en Casabindo, la gran novela de Héctor Tizón:
conocían el escenario, habían hecho trabajo social en aquellos confines. Sabato
se interesó, durante los últimos años, en volver a Pedro Páramo y en textos de la española María
Zambrano.
Le encantaba ver y oír cantar a Anna Netrebko, la
soprano ruso-austríaca. Una mujer bella y una voz increíble. Recuerda Elvira
que mientras contemplaban un video de una de sus óperas, en plena afasia,
Sabato hizo un gesto con la mano. El gesto de sostener una copa. “Sí, Ernesto
—le confirmó Elvira, emocionada—, ahora va a cantar el brindis de La Traviata”.
Prefiero recordar a Ernesto Sabato en ese brindis
majestuoso, como si se estuviera despidiendo de todos nosotros. Sabiendo que
los fantasmas, en realidad, nunca dicen adiós.
Este texto fue publicado en la revista de La Nación y en el libro Te amaré locamente (Planeta).
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