Por Sergio Sinay (*)
El significado de la palabra cultura se abre en múltiples
sentidos, hasta crear un follaje de interpretaciones. Para algunos se limita a
las artes, otros le agregan a eso los espectáculos. Hay quienes ven en ella las
tradiciones de una comunidad o el folklore de un país. Y abundan los que ven
culturas deportivas, económicas y hasta gastronómicas.
Así como a ciertas
personas la palabra cultura les genera desconfianza, otras parecen sentirla
como una suerte de aval para darle un barniz de prestigio a lo que hacen. A
veces se invocan “diferencias culturales” para justificar desencuentros,
intolerancias e incomprensiones, y también para fomentar el “no te metás” en
temas en los cuales un masivo y persistente sufrimiento humano reclama
presencia, empatía y actitud (“No te metás, es otra cultura y tiene otros
códigos”).
Cultura no significó siempre lo mismo a lo largo de la
historia y en diferentes escenarios, como explica de manera impecable el
ensayista y crítico cultural británico Terry Eagleton en su ensayo titulado
precisamente Cultura, una muestra más de su amplio conocimiento, la agudeza de
su mirada y el filo de su mordacidad. En un nutricio recorrido que va desde
Platón hasta hoy, Eagleton observa el fenómeno desde diferentes perspectivas,
pero con una convicción. Para él, sea lo que fuere, la cultura ha sido
absorbida y deglutida por el capitalismo, del cual sería una antítesis, hasta
convertirla, en todas sus formas, en un espacio más de producción y consumo (o
consumismo). Así, este pensador observa que, de manera inocente o quizás no, se
suele confundir cultura con modelo de producción y consumo. No hay una cultura
del automóvil, dice como ejemplo, sino un modo de producir esos vehículos. Y de
usarlos.
La cultura ya no es lo que podría rescatarnos de los
enjuagues del poder, señala Eagleton, sino que, convertida en objeto de
mercado, es cómplice de él. Llegados a este punto, y vista la complejidad y
riqueza de la cuestión, cabe preguntarse qué rondaría en la mente presidencial
cuando, en el comienzo de la gestión del actual gobierno, se prometió un cambio
de cultura. En apariencia no se trataría de nuevos modos de producirla,
exhibirla y consumirla (aunque hay en la gestión cultural oficial una tendencia
hacia eso, sobre todo a lo que Eagleton denuncia como su banalización). En todo
caso, aunque no estuviera claramente formulado, se dejaba entrever que se refería
a la ética de los funcionarios, a los modos de hacer política y a los
propósitos de esta actividad. También se sugería una nueva relación entre los
tres poderes, en la cual el Legislativo y, sobre todo, el Judicial dejarían de
ser simples herramientas funcionales del Ejecutivo.
Tras dos años y medio de gestión hay más preguntas (y dudas)
que certezas en este tema. La cerrada y corporativa defensa de ministros y
funcionarios cuyas actitudes y acciones, no solo en su vida pasada (cuando
estaban en la gestión privada) sino en la actual (cuando son servidores
públicos) son cuestionables y merecen más investigación, más tiempo para esa
investigación, más atención a las pruebas y datos, no parece un cambio de
cultura. Solo asemeja una versión light de la “cultura” anterior. Las
sugestivas y oportunas decisiones de algunos jueces, organismos y funcionarios
judiciales para liberar territorios donde se gestionan temas comprometedores
para altas figuras del gobierno, tampoco aparentan un “cambio cultural”. Y
mucho menos la tendencia a repetir que muchas de esas acciones, así como las
conductas de los funcionarios cuestionados, “son legales”. Quizás lo sean, pero
no todo lo legal es legítimo. Y, como sugiere el iconoclasta pensador francés
Michel Onfray en Antimanual de filosofía: “Nunca prefieran la legalidad a la
moralidad”.
En síntesis, a la vista de estas y otras cosas, queda
coincidir con Eagleton en que no se trata de un “cambio cultural”, sino de un
modo de hacer las cosas. Y en ese modo hay un “aire de los tiempos” que excede
a los gobiernos y, en el fondo, cambia poco.
(*) Escritor y periodista
© Perfil.com
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