Entre Les Luthiers, Putin y el nacionalismo
hindú
Narendra Modi, premier de la India (izq.) y Vladimir Putin, presidente ruso |
Por
Antonio García Maldonado
En Cartas de color, el grupo
humorístico Les Luthiers representaba la relación epistolar entre un joven
africano que emigró a Estados Unidos en su primera juventud en el siglo XIX y
su tío, que se quedó en África.
En una de las cartas tras muchos años, el
sobrino le cuenta los inmensos avances que está viviendo. Todo es progreso,
innovación, aunque también esfuerzo:
-Conseguí
trabajo en una cosa sorprendente que trataré de explicarte: se trata de un
tendido de dos largas cintas de acero sobre las que se deslizará una gigantesca
oruga; arrastra unas cabañas sobre ruedas que llevan gente en su interior. ¡Es
fantástica! Muchos besos.
A lo que responde el tío:
-Querido
sobrino: estoy muy impresionado por lo que me cuentas de esa oruga con cabañas.
En mi vida había oído hablar de nada que se pareciera tanto a un tren.
En su hilaridad, este número representa bien uno
de los peligros en los que incurrimos a la hora de analizar fuerzas y
tendencias globales cuando nos salimos de eso que se dio en llamar Primer
Mundo. Vacunados contra la hipertrofia de las identidades nacionales tras dos
guerras mundiales, los europeos hemos asumido –con razón– aquello que un
François Mitterrand crepuscular dijera en 1995 ante el plenario del Parlamento
Europeo poco antes de abandonar el Elíseo: "El nacionalismo es la
guerra".
Parapetados tras esta visión, nuestra concepción
del papel que juega el nacionalismo en el nuevo orden mundial en configuración
suele ser deficiente. O bien no entendemos por qué vuelve (en Europa y Estados
Unidos) o bien, sencillamente, ignoramos su existencia (en el resto del mundo).
Como el desconocimiento del sobrino del número de Les Luthiers de la llegada
del tren al mundo que dejó atrás. Frente a la percepción de que la tendencia
general es –o era hasta hace poco– la dilución de las identidades nacionales en
un orden global liberal y cosmopolita que prestaba más atención a las
identidades subjetivas, el mundo sigue configurándose, en cambio, con
parámetros nacionalistas. El mal momento del multilateralismo tiene más de
síntoma que de causa.
No solo por lo que se ha dado en llamar el
"repliegue anglosajón" de unos Estados Unidos y Reino Unido que han
sufrido una regresión nacionalista con Trump y el Brexit. Tampoco por nuestros
nacionalismos vintage en Cataluña, Padania, Córcega o en los
países del Grupo de Visegrado. Mal que bien, parecemos tener claro en Occidente
–por desgracia, no todos– que el nacionalismo puede vivir un momento álgido
coyuntural y generacionalmente tras una crisis profunda, pero que esta recidiva
tiene más de final rococó antes de otra etapa de impulso federalista europeo
que de persistencia de sus fundamentos. Esto no significa que el nacionalismo
no suponga un grave peligro en la construcción comunitaria –lo vemos elección
tras elección–, pero cabe también pensar en que era ingenuo creer que unas
identidades nacionales tan arraigadas y añejas fueran a diluirse tras
alegremente cuando apenas han pasado 70 años de la Segunda Guerra Mundial,
punto álgido de su hipertrofia.
El nacionalismo es un anacronismo, y esta
seguridad de fondo, en cambio, está distorsionando la forma en la que miramos
un mundo en el que las potencias emergentes están inmersas en complejas
construcciones nacionales tardías. Procesos que conviven con economías
abiertas, avances tecnológicos y ropajes formales (comunismo, hinduismo,
budismo, chiísmo) que tratan de disimular ese nacionalismo que en Europa vemos
como una antigualla reaccionaria incompatible con nuestros códigos posmodernos
y posnacionales.
Por eso causó tanta extrañeza la asistencia de
Xi Jinping a Davos en 2017, donde tomó el cetro de adalid del libre comercio
tras la llegada del proteccionista Trump. Que tanto se hablara en medios de
comunicación de esta aparente paradoja revela hasta qué punto hemos caído en la
trampa de las etiquetas posnacionalistas. Si realmente consideramos a Xi como
un jefe de Estado y secretario general de un partido comunista, la sorpresa es
natural. Pero no hay que escarbar mucho en la historia y la política chinas
para concluir que el comunismo no es allí otra cosa que el molde nacionalista
con el que el gigante asiático ha escogido reemprender su vuelta al mundo tras
dos siglos en la lona. La retórica comunista le ha permitido construir un
Estado-nación fuerte para situarse en la vanguardia global tras proveerse de
Derecho, Ejército e instrucción pública. Lo hace tras los intentos fallidos con
el imperialismo y, posteriormente, con el comunismo de Mao.
Hace unos meses, la proyección de una película
de Bollywood basada en un poema épico hindú sobre la reina Padmavati causó
protestas violentas de grupos fanatizados en India. Los rumores sobre unas
inexistentes escenas de amor entre Padmavati y un invasor musulmán fueron
suficientes para prender la mecha. Lo que aparentemente es un problema de
intolerancia religiosa es en realidad un conflicto nacionalista exacerbado por,
entre otras cosas, el fomento del hinduismo que llevan a cabo el Gobierno del
primer ministro Narendra Modi y su partido BJP. El viceministro de exteriores
fue taxativo en su justificación nacionalista del boicot al filme: "La
libertad de expresión no da a nadie el derecho a falsificar la historia".
Las imágenes que nos llegan de Modi en meditación multitudinaria o recomendando
asanas son solo partes de una realidad nacionalista más desagradable.
Rusia nos queda más cerca y estamos más
familiarizados con su regresión. También allí se intentó prohibir la emisión
de La muerte de Stalin, reciente película de Armando Iannuci que se
mofa de las intrigas sucesorias tras el fallecimiento del Hombre de Acero en
1953. El Ministerio de Cultura ruso adujo razones similares a las del
viceministro indio, y apeló al respeto por la historia de la URSS, y al papel
que los rusos jugaron en la derrota del fascismo. Finalmente la película se
estrenó, no sin protestas alentadas desde un nacionalismo ruso jaleado por
Putin, no solo en Rusia. La propia URSS colapsó en gran medida no solo por la
inviabilidad económica de la planificación centralizada, también por conflictos
nacionalistas en algunas de sus repúblicas y en países satélite.
El neo-otomanismo de Erdogan, el expansionismo
persa tras el barniz chií de Irán o el fanatismo budista en Birmania son otros
de los muchos disfraces con los que el nacionalismo se traviste para llevar a
cabo construcciones o reconstrucciones nacionalistas en todo el mundo. Y no es
mal síntoma que se busquen circunloquios nominales, porque al fin y al cabo
denotan cierto conocimiento de la contribución criminal nacionalista en el
siglo XX. Es habitual escuchar en nuestro país a muchos que vienen de cantar un
himno en cada acto político y pedir la secesión de un territorio decir que no
son nacionalistas. Que el nacionalismo es la guerra no es una opinión sino un
dato histórico, y por eso nadie puede admitir que es nacionalista. El problema
es que, aunque no se diga, el nacionalismo sigue existiendo y configurando el
mundo.
El nacionalismo es una pesadilla de la que no
hemos conseguido despertar, y conviene despertar del sueño de que así vaya a
ser a medio plazo. La Unión Europea es una organización política supranacional
nacida contra la experiencia dramática de los nacionalismos hipertrofiados, y
mantener la coherencia con ese origen es la mejor contribución que puede hacer
para desnacionalizar un mundo sobrado de identidades colectivas incompatibles
entre sí. Apostar por el multilateralismo, los derechos humanos o la construcción
federal comunitaria puede ser visto como un rasgo de ingenuidad y buenismo en
un mundo con sobreabundancia de depredadores y hombres fuertes, pero conviene
no minusvalorar el soft power de un continente que sigue
siendo el faro del mundo en valores y cotas de bienestar.
Cabe una autocrítica esencial. La repentina
conversión de tantos euroentusiastas en votantes nacionalistas o populistas no
puede despacharse como un acto de irracionalidad transitoria. El modelo social
europeo falló en la gestión de la abundancia y la crisis. La europea es una
sociedad heterogénea pero acostumbrada a una cohesión social incompatible con
modelos ortodoxos que han provocado desigualdad, incertidumbre y desprotección.
El nacionalismo estará latente, pero será improbable que cobre fuerza si la UE
es capaz de generar sensación de comunidad, seguridad y pertenencia.
©
Letras Libres
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