Por Manuel Vicent |
En este sentido, la
Feria de San Isidro solo es compatible con los escaparates galdosianos del
viejo Madrid donde aún se exponen bragueros y suspensorios de estameña,
lavativas y aparatos ortopédicos que ya nadie usa.
Pese a que ahora
para parecer modernos en los carteles de la feria se exhiben toreros con el
torso desnudo lleno de tatuajes como esos metrosexuales, que anuncian perfumes
o calzoncillos en las vallas, lo cierto es que este sangriento jolgorio llamado
fiesta nacional tiene un sabor a caldo revenido cuya estética es consustancial
al tiempo de las cataplasmas, del permanganato, de los calzones largos de
felpa, del orinal bajo la cama o de aquel colchón de borra que los aficionados
menesterosos llevaban a la casa de empeños para ver Lagartijo.
Esta costumbre de
acuchillar toros en público con mayor o menor destreza está en plena
decadencia, pero aún recibe el aliento de la derecha castiza que la ha
declarado bien de interés cultural como una prueba más de la putrefacción política
en que vivimos.
El hecho de que
unos ministros del Partido Popular canten con fervor Soy el novio de la muerte al paso de la procesión
de un Cristo muerto llevado por brazos legionarios no es muy distinto a que,
después de una sarta de puyazos, estocadas y descabellos, se aplauda con
entusiasmo desde una barrera de Las Ventas a un toro ensangrentado, que se
llevan al desolladero las mulillas.
© El País (España)
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