Por Isabel Coixet |
Y, sin embargo, no me abandona el
sentimiento profundo de irrelevancia, como si todo lo que vamos a decir en
realidad es totalmente prescindible: tengo mañanas y tardes así cuando el mundo
y sus cosas se me antojan de una futilidad sin límites.
Como ya me conozco, aparto como puedo esa idea e
intento contestar todo lo coherentemente que puedo a las preguntas de la
moderadora y escuchar cuidadosamente las palabras de mis compañeros. No puedo
evitar preguntarme quiénes son los que pueblan la sala haciendo fotos y tomando
notas. ¿Guionistas en ciernes? ¿Novelistas? ¿Alumnos de talleres de escritura?
¿Curiosos? Seguramente hay de todo. Y seguramente muchos han escrito ya textos
que buscan su audiencia. Quizá nuestras experiencias puedan servirles de algo:
de estímulo, de aliento, de acicate, de orientación. Ojalá.
Bien es verdad que mi experiencia es bastante
peculiar, porque yo empecé a escribir guiones porque me parecía el único camino
viable a la dirección y el único que se me ocurrió en mi adolescencia: de pura
chiripa lo fue. Nunca conocí a un guionista o a un escritor más que por lo que
de ellos se decía en las propias películas. Y lo único que puedo decir es que,
para escribir un guion, hay que tener algo que decir y disciplina y trabajo
para decirlo. Si es bueno o malo, si sirve o no sirve, eso es harina de otro costal.
Mientras todos desgranamos nuestras peripecias personales con los guiones,
observo una cierta agitación en la primera fila del público. Me inclino para
ver qué es lo que pasa y veo una cucaracha paseándose ante el público como
Pedro por su casa, salida de un desagüe que se halla en el suelo, justo delante
del espacio que separa a la audiencia de la tarima de los oradores. El tamaño
del coleóptero es considerable y hace imposible que la ignoremos. Alguien hace
un comentario jocoso y la sala ríe nerviosa. A una velocidad increíble, la
cucaracha trepa por la tarima donde estamos y uno de los oradores se levanta y
la aplasta con el zapato. Suena un crujido de esos que resuenan en toda la
sala. El cadáver de la cucaracha es apartado piadosamente a un lado, aunque
todos sabemos que está ahí.
Continuamos hablando de cómo se toman los
novelistas las adaptaciones de sus obras, de cómo se toman los guionistas las
adaptaciones de sus guiones… Yo hablo con toda la normalidad que soy capaz de
mis peripecias con los autores, pero estoy todavía rebobinando en mi cabeza el
avance de la cucaracha hacia la tarima, el crujido de la suela del zapato
aplastando su caparazón contra el suelo y pienso que esto sí es el arranque de
una novela, de un cuento, de un guion, de una película, de un corto, de algo.
© XLSemanal
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