El arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, ofició una misa a su regreso del Vaticano, el 18 de mayo de 2018. (Foto/Associated Press) |
El viernes 18 de mayo Chile se quedó sin obispos católicos.
En bloque, la conferencia episcopal chilena presentó su renuncia ante el papa
Francisco. Se trata del último capítulo de una historia larga, cuyo comienzo
puede fecharse en abril de 2010, cuando James Hamilton, José Andrés Murillo y
Juan Carlos Cruz interpusieron una denuncia por abusos sexuales contra el
sacerdote Fernando Karadima.
Aunque para algunos comenzó varios años antes, en
la década de los noventa, cuando el papa Juan Pablo II arrasó con las
autoridades de la Iglesia chilena progresista, cercana a la teología de la
liberación y comprometida con la lucha por los derechos humanos, para
remplazarla por obispos elitistas y distantes de su grey.
Fernando Karadima, el cura cuyos abusos sexuales detonaron
la persecución infatigable de esos tres jóvenes exdiscípulos suyos en los años
ochenta, era, en efecto, uno de los preferidos de la alta burguesía
pinochetista. Cercano a Jaime Guzmán —cerebro de la Constitución de 1980 y
asesinado en 1991— y a Eliodoro Matte —uno de los hombres más ricos de Chile—,
durante los años de dictadura fue párroco de la iglesia El Bosque, donde cada
domingo encontraban refugio espiritual partidarios del régimen a quienes
incomodaban las prédicas de otros sacerdotes a los que, en aquellos tiempos,
llamaban “rojos”.
Cuatro de los miembros de la conferencia episcopal que
renunciaron fueron formados por Karadima: Andrés Arteaga (obispo auxiliar de
Santiago), Horacio Valenzuela (obispo de Talca), Tomislav Koljatic (obispo de
Linares) y Juan Barros (obispo de Osorno), todos hoy acusados de encubrir los
delitos de su director espiritual, a quien llamaban “el Santito”. Todos,
también, nombrados obispos por Juan Pablo II.
La visita de Mario Bergoglio a Chile a comienzos de este año
fue un desastre. Muy poca gente asistió a las actividades planeadas, se vio una
pálida devoción y, como si no bastara, para coronar el desaguisado el papa se
dejó acompañar a lo largo de su gira por Juan Barros, el encubridor de Karadima
a quien los osorninos (tratados con anterioridad por el pontífice de “tontos” y
“zurdos”) venían denunciando y execrando desde el día mismo de su nombramiento.
Según el papa, no había ni una sola prueba que inculpara a Barros. Más tarde
quedó claro que las había, y muchas, solo que algunos altos prelados se habían
encargado de ocultarlas, cuando no de destruirlas.
Si hasta hace pocos años era difícil encontrar en el mundo
un país más católico y devoto, esta iglesia conservadora gestada en los noventa
—cuyo mensaje moral se limitaba a reprimir la desnudez y las relaciones
sexuales, que hasta 2004 contuvo la existencia de una ley de divorcio y que
recién el año pasado vivió la derrota de la legalización de aborto por tres
causales—, hoy asediada por escándalos de pederastia, ha conseguido ver caer de
bruces su adhesión, hasta llegar, según las últimas encuestas, a un 45 por
ciento.
Cuando semanas atrás el cardenal Ricardo Ezzati, otro
acusado de ser encubridor por las víctimas de Karadima, a propósito de la ley
de identidad de género que está a discusión en el Congreso, dijo que “no porque
a un gato le pongo nombre de perro, comienza a ser perro”; por lo bajo se le
ridiculizó. Si antes la opinión de una autoridad eclesiástica era escuchada con
recogimiento, a estas alturas quien pretende ser biempensante está obligado a
denostarlas.
Todavía no se sabe qué hará Francisco con esta lista de
obispos a los que obligó a renunciar, porque ya está bastante claro que la idea
de la renuncia provino del círculo papal. La gran mayoría da por descontado que
los discípulos de Karadima perderán sus puestos (ninguno de ellos ofició la
misa dominical en sus diócesis al regresar del Vaticano), aunque continúa la
incógnita en torno a qué hará con los cardenales Ezzati y Francisco Javier
Errázuriz. Este último ha sido
sorprendido en varias mentiras respecto de los casos de abusos en cuestión. Es
de imaginar que a él más que al resto de los obispos chilenos es a quien
Bergoglio responsabiliza de no haber recibido información fidedigna.
Mientras tanto, los curas de esa otra iglesia progresista
están rompiendo el silencio. Ya no esconden las diferencias políticas y el
resentimiento que desde hace décadas sienten respecto de sus autoridades. No
los acusan de derechistas, porque no es así que hablan en el interior de la
Iglesia, pero sí de elitistas, de darles la espalda a los dramas de su pueblo.
“A esos obispos uno no les cree; es una pena, pero qué se le va a hacer”, dijo
el cura Percival Cowley. Y agregó: “Si se van todos, quizás habrá que salir por
las calles con un megáfono a buscar gente que esté dispuesta, como se hizo con
san Ambrosio, a quien llamaron un día, lo ordenaron sacerdote y obispo de un
suácate y terminó como patrono de san Agustín”.
Al mismo tiempo que siguen apareciendo casos de pederastia
en esta secretista iglesia de hombres (la semana pasada estalló el escándalo de
la Cofradía, una asociación de curas y otros funcionarios de la diócesis de
Rancagua, organizados jerárquicamente —“la abuela”, “las tías”, “las hijas” y
“las sobrinas”— para cometer y encubrir supuestos abusos sexuales, algunos que
implican a menores de edad), en Chile hay 26 universidades en las que el
movimiento feminista ha sido una voz protagónica: exigen protocolos para acabar
con los abusos y menoscabos que sufren las mujeres tanto física como
psicológicamente. “¡Llegó la hora de terminar con el patriarcado!”, gritan
algunas activistas. El proceso de secularización y cambio cultural en Chile ha
sido vertiginoso. Las jerarquías de todo tipo, y muy especialmente las morales,
han sucumbido ante relaciones más igualitarias.
Por estos lados, el papa argentino sabe que ya no tiene un
rebaño manso. Ninguna señal cosmética bastará para calmarlo. Desde ya, esas
víctimas de Karadima —Hamilton, Cruz y Murillo— que fueron invitadas al
Vaticano para escuchar al pontífice pedirles perdón, deberán aprobar las
medidas que tomen si la Iglesia aspira a que el resto de los chilenos también
las acepten. Y a ellos, en comunión con los tiempos que corren, no les basta
con la marginación de los obispos y cardenales encubridores: han pedido una
comisión que investigue y asuma de manera objetiva las causas de las
perversiones, abusos y encubrimientos que abundan en la Iglesia católica, y que
el papa dé señales claras de que en el interior de la organización que dirige
viene una reestructuración del poder, con una mayor injerencia de los laicos y
las mujeres, a quienes esperan ver incorporadas dentro de los próximos meses en
nuevas responsabilidades institucionales.
El santo padre aseguró querer “pastores con olor a oveja”,
pero todo indica que en Chile ya no hay paciencia para metáforas bucólicas.
Recuperar la confianza perdida, esta vez, deberá ser con medidas contundentes y
argumentos racionales.
(*) Escritor,
fundador y director de la revista chilena The Clinic.
© The New York Times
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