Por Martín Caparrós |
Hay otra medida incluso más obscena: la esperanza de
vida. Si algo puede mostrar las diferencias extremas en el mundo es el hecho de
que un habitante medio –¿un habitante medio?– de España espera vivir hasta los
83 años y uno de Nigeria hasta los 54, uno de Argentina hasta los 76 y uno de
Angola hasta los 52. La diferencia son tres décadas de vida, e impresiona. Se
piensa menos, en cambio, en otra diferencia decisiva ante la muerte: su causa,
sus maneras.
Hemos inventado la vejez. Tantas veces me pregunté por qué
la naturaleza –que suponemos sabia– nos había condenado a este proceso en que
todo se arruina: por mucho que intentemos disfrazarlo con adornos tribales,
envejecer es ir perdiendo fuerzas, facultades. Hasta que entendí que no era su
culpa: que la naturaleza previó que viviéramos mientras éramos sanos y fuertes
y capaces de reproducirnos para bien de la especie y que, por eso, las personas
originales se morían a los 30 o 40 años. Esta prórroga es nuestro mayor
invento, nuestra gran conquista, pero no la hemos completado: inventamos la
vejez, no cómo detener el deterioro.
“La hicimos, pero todavía no hemos sabido hacerla buena.
Inventamos un estado felizmente antinatural pero nos falta mucho: nos queda a
medio hacer, lleno de errores” –escribió un autor casi contemporáneo. El
invento es reciente: su triunfo es más nuevo que, digamos, el televisor. Hacia
1950 vivían en el mundo unos 2.500 millones de personas y 200 millones tenían
más de 60 años: el 8%. Se calcula que en 2050 seremos 8.000 millones y 2.000
tendrán más de 60 años: el 25% de la población, tres veces más que cuando yo
nací. Tres veces más viejos: a veces los números parecen mudos; otras, gritan.
Inventar la vejez fue un largo proceso que implicó, entre
otras cosas, ir controlando los factores que la impedían: primero fueron fieras
hambrientas, fríos extremos, el hambre, plantas venenosas; después las guerras
y masacres, aguas podridas, infecciones, virus, partos. Por eso ahora nos
morimos más viejos, de cosas que antes no. Por eso las causas de muerte fueron
variando y no hay nada más civilizado que morirse de un infarto y otros
problemas de la sangre.
Ya le sucede a un tercio de los hombres y mujeres del
planeta. Pero en Suecia o Alemania las proporciones suben: el 39% de las
personas mueren por enfermedades cardiovasculares; en Kenia, por ejemplo, sólo
el 11%. La razón –es obvio– es que no llegan a ese punto: se mueren antes de
otras cosas. El 18% de diarreas, el 15% de HIV, el 3% de tuberculosis, más del
4% de desnutrición o de malaria, y ese 7% por ciento de niños que no consiguen
cumplir cinco años. Así era el mundo antaño; así, todavía, es una buena parte.
El pobre Manrique se revuelve en su tumba: “…allegados son
iguales/ los que viven por sus manos/ e los ricos”, decían sus Coplas, en uno
de los mitos más resistentes de nuestra cultura. Siempre pensamos en la muerte
como un factor igualador; tampoco escapa a la tendencia general, la desigualdad
extrema. La diferencia no es sólo cuándo llega; es también cómo. Nadie se
jactará de un ataque al corazón; es curioso, por eso, saber que es nuestro
privilegio.
© El País Semanal
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