Por Martín Caparrós |
El monstruo está en la superficie. Lo bueno sería saber qué hay bajo del agua. O, dicho de otra manera: por qué el gobierno de Mauricio Macri decidió despilfarrar tanto capital político pidiendo alrededor de 30.000 millones de dólares al FMI; por qué supuso que no tenía otra salida.
Hace solo dos semanas parecía que la Argentina estaba bajo control, pero eso es una contradicción en términos. En aquel país de abril los precios básicos estaban altos, los servicios públicos subían, cada vez más personas temían no llegar a fin de mes y el gobierno insistía en que no había que preocuparse, que todo se iba arreglando hasta que, hace unos días, estalló. El dólar, el eterno refugio y amenaza de los argentinos, se salió de control.
No hay muchos países con moneda propia donde otra moneda sea tan importante. En la Argentina el dólar importa porque los montos decisivos —una casa, un coche, una deuda— siempre están en dólares; importa porque nadie ahorra en pesos; importa porque cuando el dólar sube todo sube; importa porque, ante cualquier temor, los argentinos que pueden corren a comprarlos. Ya en 1962 un humorista genial, Tato Bores, lo burlaba en un sketch:
Así que cuando el dólar se escapó cundió el pánico: millones de personas asustadas, hastiadas por la vuelta de siempre lo mismo. Cuando asumió, el presidente Macri decidió no tener un ministro de Economía que opacara su poder y repartió el cargo entre varios funcionarios. Entre todos fueron anunciando, en estos días, sus medidas: básicamente, la reducción del gasto público y el aumento de las tasas de interés del Banco Central argentino al 40 por ciento. Las dos son pura recesión: bajar el gasto público frena la economía porque reduce las obras públicas que proveen empleos y dineros; pagar semejantes intereses frena la economía porque elimina toda tentación de invertir en cualquier cosa que no sea esa especulación tan rentable.
Las medidas no parecieron funcionar: el dólar siguió subiendo, las acciones argentinas en Wall Street cayeron en picada, los porteños empezaron a retirar sus depósitos bancarios.
Hoy a esta hora —la situación cambia por momentos— muchos creen que la caja de Pandora volvió a abrirse: que otra vez de nuevo. Imagino a la Argentina como una caja de Pandora enorme, tan grande como el territorio nacional, y millones de personas sentadas encima, haciendo fuerza, presionando con puños y glúteos para intentar que no se abra; al final, la caja siempre vuelve a abrirse y todos saltamos por los aires y después, tiempo después, con gran esfuerzo y renovadas esperanzas —alguien que nos convence— volvemos a subirnos, nos sentamos encima, hacemos fuerza, presionamos con puños y…
La sensación de déjà vu creció cuando el gobierno anunció que se había lanzado a los brazos del oso. No hay entidad más odiada en la Argentina que el Fondo Monetario Internacional: la mayoría de los ciudadanos está convencida —con buenos argumentos— de que tiene la culpa de las peores crisis. Uno de los grandes momentos del gobierno anterior llegó el 3 de enero de 2006, cuando el presidente Néstor Kirchner pagó los 9.810 millones de dólares que la Argentina le debía al FMI “para construir nuestra autonomía”; y se los recibió, en nombre del Fondo, su entonces director Rodrigo Rato, español procesado por diversos fraudes.
Ahora el gobierno arguye que la intervención del FMI lo respalda en los mercados internacionales y que su dinero es más barato que cualquier otro. Lo es, quizás, en términos económicos, pero suele ser muy caro en términos políticos: impone decisiones al Estado. Y un rechazo interno brutal.
Así que los efectos políticos de la corrida del dólar y la llegada del Fondo son tan incalculables como sus efectos económicos. Hace dos o tres semanas Mauricio Macri creía que su reelección en 2019 era casi segura. Su partido, Propuesta Republicana, hizo una buena elección el año pasado y, sobre todo, no tiene oposición: grupos dispersos, descabezados, sin candidata/os, sin proyecto. Ahora, de pronto, le surgió un enemigo feroz: la realidad. No hay ninguno mejor para alumbrar opciones, despertar líderes, acabar con tantos sueños de grandeza; que, en la Argentina, suelen volverse pesadillas chiquitas.
Así que es probable que, en poco tiempo, aparezca una oposición más consolidada. Esta crisis le ofrece lo más difícil: un eje discursivo. A partir de ahora el FMI y los que lo llamaron pasarán a ser la razón de todos los males argentinos.
Y males tiene: la Argentina lleva décadas de crisis periódicas que la convirtieron en ese país calesita —o tiovivo o carrusel— que parece dar vueltas sobre sí mismo, volver siempre adonde estaba.
El tema de fondo son los fondos, o la falta de ellos. Lo llaman déficit fiscal: el Estado argentino gasta mucho más que lo que tiene y aun así no cumple con sus obligaciones. No provee, como debería, buena salud, educación, seguridad, infraestructuras. Los que pueden se las pagan privadas; los que no, sufren su calidad tan pobre. El Estado argentino solo funciona como un sistema de reparto de prebendas y limosnas. En 2001, los argentinos que vivían directamente del Estado —trabajando para él o recibiendo sus subsidios— no llegaban al 20 por ciento de la población; en 2015, era el doble. Pero ese aumento estatal no consiguió ninguna mejora importante: poco más de un cuarto de los argentinos sigue siendo pobre.
El sistema es perfectamente ineficaz para reducir en serio la pobreza, para integrar a los más marginales y crear empleo para que los más pobres dejen de serlo, se ganen la vida. El sistema es muy bueno, en cambio, para mantenerlos apenas a flote, pero siempre dependientes del poder político de turno vía empleos inútiles o ayudas escasas: el perfecto sometimiento clientelar.
El Estado argentino tiene un déficit sistemático y dos respuestas clásicas, repetidas década tras década: se endeuda y/o emite moneda. Es pan duro para hoy, hambre para mañana: al cabo de unos años, la deuda o la inflación, o ambas, terminan por provocar la enésima crisis. El déficit no tiene que ver con que no cobre impuestos: la presión fiscal argentina está alrededor del 35 por ciento de los ingresos, muy por encima de los demás países latinoamericanos; al mismo nivel de los países europeos, pero sin los servicios que ofrecen sus Estados.
Para enfrentar ese déficit, los economistas clásicos —los más cercanos al gobierno actual— siempre proponen recortar el gasto público. Lo dice, literal, el Directorio del Fondo Monetario en su publicación más reciente sobre Argentina: “Es esencial reducir el gasto público, sobre todo en los ámbitos en que dicho gasto ha aumentado rápidamente en los últimos años, en particular: salarios, pensiones y transferencias sociales”.
En cambio, no suelen proponer la opción simétrica: aumentar los ingresos recaudando mejor. La estructura fiscal argentina es un antiguo error. Muchos impuestos son injustos —el Impuesto al Valor Agregado, el más regresivo de todos, aporta casi un tercio de la recaudación— y, además, hay dos sectores decisivos que tributan poco: las grandes empresas, por supuesto, con sus batallones de abogados y contadores para evadir todo lo posible, y ese 30 por ciento de la economía que sigue siendo informal.
Así que la Argentina es, todavía, un país rico lleno de pobres, un país pobre lleno de ricos, una sociedad fallida donde algunos viven por encima de nuestras posibilidades y tantos por debajo. Y donde ninguno de los partidos grandes se atreve a decir que es preciso hacer ciertos sacrificios y, sobre todo, quién tiene que hacerlos, para qué.
Como escribía hace unos días un gran articulista, Alejandro Borensztein, el hijo de aquel humorista de la década de los sesenta, en su columna de supuesto humor del diario Clarín: “Alguien tiene que salir a explicar que nadie tiene derecho a pedir más nada. Salvo el 30 por ciento de pobres. No es que ellos sean la prioridad. Son la única prioridad. A los demás solo les cabe poner. Empresarios, sindicalistas, industriales, legisladores, gobernadores, jueces, ministros, constructores, agroganaderos, empleados, profesionales, monotributistas, exportadores, importadores, banqueros, periodistas, artesanos, textiles y funcionarios de todo tipo. Nadie más pide más nada. Todos ponen, en la medida de cada uno. Salvo el 30 por ciento al que hay que ir a rescatar”.
Pero nadie puede pedir sacrificios si no ofrece un plan que le dé sentido. Y ese sentido —la idea de construcción, el proyecto de un país— es lo que falta en la Argentina. Habría que buscarlo: lanzar un gran debate nacional —por encima o el costado o detrás de los que ahora tienen el monopolio de la palabra, más allá y más acá de políticos, periodistas, curas, cocineros, jueces, grandes empresarios— que permita conversar en serio, el tiempo que sea necesario, hasta encontrar una síntesis que convenza a muchos sobre cómo empezar a construir un país. Lo que debería hacer la política si la política no fuera esa tontería que ahora hacen los políticos.
Porque si no nos decidimos a pensarnos de nuevo, a refundarnos, todo va a seguir igual. ¿Cuánto más aceptaremos dar vueltas en esta calesita? ¿Cuánto más soportaremos vivir sabiendo que nada se construye, que todo se deshace, que repetimos una y otra vez los mismos errores, que tropezamos una vez y otra con las mismas piedras, que seguimos fracasando una y mil veces?
© The New York Times
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