La potencia de los movimientos feministas al romper con la normalidad de
la violencia de género amplía la oportunidad para reflexionar sobre qué mundo
queremos
Bill Cosby y Roman Polanski |
Por Eliane Brum (*)
El acoso sexual, el
abuso y la violación de mujeres empieza a dejar de ser un hecho natural y una
contingencia de un destino femenino. El "funciona así" empieza a ya
no funcionar así. El cambio solo se ha producido por la enorme fuerza que las
mujeres han puesto en movimiento al empezar a hablar.
La conquista de campañas
como #MeToo y Time's Up, casí como
#MeuPrimeiroAssédio en Brasil o #MiPrimerAcoso en
Latinoamérica, han derribado una idea de normalidad que sujeta a las mujeres
desde hace milenios y se han convertido en una marca positiva de este momento
histórico en que casi todo son tinieblas y retroceso. La violencia sexual no es
una excepción, sino la regla, en la vida de las mujeres. El acoso, el abuso y
la violación determinan y estructuran la experiencia de las mujeres con su
cuerpo y con el otro. Incluso en el lenguaje, la palabra que nombra el sexo de
las mujeres está rodeada de prohibición y repulsión. Ser mujer es ser un cuerpo
que, de alguna forma, estaba (y para la mayoría de las mujeres todavía lo está)
destinado a ser violado al vivir en este mundo.
Que esta violencia
formadora y deformadora también del cuerpo social empiece a ser desnormalizada
por la voz de las mujeres es un avance extraordinario. Exactamente por ello, es
importante preguntar: ¿qué es justicia y qué mundo queremos?
La semana pasada,
el cineasta polaco Roman Polanski y
el comediante estadounidense Bill Cosby fueron
expulsados de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, responsable del
Óscar. Polanski, de 84 años, se declaró culpable de violar a una adolescente de
13 años en 1977. Hoy vive en Francia. Si vuelve a Estados Unidos, corre el
riesgo de que lo detengan. Cosby, de 80 años, ha sido condenado por agresión
sexual y puede cumplir hasta 30 años de prisión por drogar a una mujer y abusar
de ella en 2004.
El poderoso productor Harvey
Weinstein, de 66 años, ya había sido expulsado en octubre de 2017
tras ser acusado de acoso sexual por decenas de mujeres. Él sigue negando las
acusaciones. La Academia del Óscar ha expulsado a cuatro integrantes a lo largo
de toda su historia: tres de ellos en los últimos ocho meses, por violencia
sexual contra las mujeres.
En un comunicado,
la Academia afirmó: "La junta sigue impulsando los estándares éticos que
requieren que los miembros mantengan los valores de la Academia de respeto a la
dignidad humana". En diciembre de 2017, la Academia divulgó un
"código de conducta" para combatir el acoso y la discriminación en el
ambiente de trabajo, donde afirmaba: "No hay lugar en la Academia para los
que abusan de su estatus, poder o influencia de una manera que viola los
estándares reconocidos de decencia".
A simple vista, parece una conquista. Presionada por los movimientos de
mujeres, la que encarna Hollywood tiene que moverse y romper con los estándares
establecidos en los que el acoso sexual forma parte del funcionamiento del
negocio denominado cine. La crítica más evidente es la que pregunta por qué se
ha tardado tanto tiempo en expulsar a Polanski, si su crimen se conoce desde
hace décadas. Y la respuesta más evidente es que es más fácil expulsar a
alguien que está viejo y perdiendo poder en la industria.
En esta dirección,
los dos octogenarios serían solo carnaza para distraer a los que reivindican un
cambio real, o para cambiar sin cambiar nada. Entre las transformaciones
imperativas están la equiparación salarial entre mujeres y hombres y la
ampliación del número de mujeres en los cargos de poder. Y, con ellas, la
equiparación salarial entre negras y blancas y la ampliación del número de
mujeres negras en el poder. La lucha contra la desigualdad de género debe ser
también la lucha contra la desigualdad racial, que estructura gran parte de las
sociedades occidentales, una realidad explícita en países como Estados Unidos y
Brasil.
Pero los juegos de
poder son sinuosos. Y sus resultados no son solo buenos o solo malos. Lo que
las nuevas generaciones de feministas han puesto en curso, a partir de las
conquistas de generaciones de feministas anteriores, actúa. Es poderoso e
importante. Ha obligado a los acomodados en posiciones solidificadas a
reaccionar, y lo ha hecho en el corazón del poder. Es bastante. Y continúa.
A partir de lo que
se mueve, finalmente con fuerza, ¿qué queremos? Creo que los hombres que
violaron a mujeres tienen que responder por los crímenes que cometieron. Y para
ello existe el rito legal. En este rito, los sospechosos no son automáticamente
culpables. Los sospechosos se pueden denunciar, los denunciados pueden
convertirse en acusados y los acusados pueden convertirse en culpables. Entre
el sospechoso y el culpable tiene que haber amplio derecho de defensa.
Es legítimo afirmar
que el proceso legal ha fallado a la hora de hacer justicia en lo que se
refiere a la violencia contra las mujeres. De la misma forma que es legítimo
afirmar que no solo el hecho de responsabilizar y castigar va a cambiar una
distorsión estructural de la sociedad. Pero en este momento, es importante
responsabilizar y castigar.
El fracaso del sistema legal como realizador de la justicia tiende una
trampa de la que mujeres y hombres que respetan a las mujeres tienen que
esforzarse por escapar. La escritora canadiense Margaret Atwood, autora del
libro que dio origen a la serie feminista de televisión El cuento de la criada, ya había llamado la atención
sobre este punto en un polémico artículo publicado en enero en el
periódico The Globe and Mail. Cuando el
sistema legal falla, la tentación de buscar justicia por caminos alternativos
es grande. El linchamiento —tan frecuente en Brasil— es el acto extremo de un
camino alternativo donde, al final, hay un cuerpo tendido en el suelo. Al final
no hay justicia, sino venganza. Y muchas veces el cuerpo tendido en el suelo es
inocente.
Aunque la
desconfianza en el sistema legal sea grande, porque los hechos nos prueban que
también reproduce desigualdades y perpetúa asimetrías, me parece que el mejor
camino es luchar para mejorar el sistema legal. Aunque sea fallido —y que
efectivamente falle, en general con las mujeres, los negros y los más pobres—,
un rito que tiene en consideración el derecho de defensa es una conquista que
hace más bien que mal a las sociedades que lo tienen.
Que el derecho de
defensa no sea solo formal, sino efectivo, y que las desigualdades se combatan
son avances urgentes para que la justicia se realice de hecho. Esta es una
larga y ardua lucha que algunos traban en varios países. Y también es una lucha
de los movimientos de las mujeres, como víctimas persistentes de una justicia
que falla a la hora de hacer justicia.
Para las mujeres,
la desconfianza en los ritos podría estar inscrita en su ADN, ya que miles
fueron quemadas como brujas en la “Santa” Inquisición promovida por la Iglesia
Católica. Otro motivo para luchar por la laicidad del Estado y por la rigurosa
separación entre Estado y Religión, cuyos bordes se solapan en Brasil y en
otros países. La justicia solo puede ser justicia si es laica.
Cuando la Academia
del Óscar utiliza expresiones como "código de conducta" y
"estándares de decencia", es inevitable que suene una sirena en
nuestra cabeza. Por lo menos en la mía suena. Como muestran las experiencias
históricas, al igual que el actual momento acelerado en el que vivimos, en
nombre del bien se hace mucho mal.
"Código de conducta" y "estándares de decencia" son
expresiones peligrosas, que han servido —y todavía sirven— para excluir y
castigar a mujeres y miembros de la comunidad LGBT, entre otras minorías. Son
expresiones paraguas, que pueden servir para castigar y excluir según los
intereses del momento. Son expresiones que derivan del moralismo oportunista, y
no de la ética. Hay que tener mucho cuidado cuando, en nombre del bien
—combatir la violencia contra las mujeres—, los "clubs" empiezan a
seleccionar sus miembros siguiendo estándares morales vagos, que en este
momento pueden servir para atender a un interés específico y en otros momentos
a intereses completamente diferentes. Los juegos de poder son arduos. Y exigen
toda la atención.
En algunos de los
reportajes sobre la expulsión publicados en diferentes periódicos, además de
las fotos de Roman Polanski y Bill Cosby, estaba estampada también la foto de
Woody Allen. Su hija adoptiva, Dylan Farrow, lo acusó de haber abusado de ella
cuando tenía siete años. Poner una foto de Allen, de 82 años, indica la
intención de los editores de insinuar que el director puede ser el próximo en
sufrir el ostracismo. De momento, Allen no ha sido considerado culpable ni
condenado por el sistema legal. Pero Dylan continúa denunciando a su padre y,
tras los movimientos de #MeToo y Time's Up, su voz ha sido escuchada por
actores y actrices de Hollywood, que se han manifestado diciendo: "Dylan
Farrow, yo sí te creo".
Actrices y actores
que trabajaron con Woody Allen donaron sus cachés tras el movimiento. Otros
declararon que “se arrepentían” de haber trabajado algún día con el director.
Hubo quien afirmara que aceptar formar parte de una película de Woody Allen,
hasta hace poco un premio para cualquier actor, fue la decisión más desastrosa
de su carrera. Sus películas, antes esperadas, empiezan a recibirse con
frialdad. Un crítico de cine llegó a descalificar toda la vasta obra del
cineasta con un único —y aparentemente definitivo— adjetivo: "misógina".
Apartarse de Woody Allen como si tuviera una enfermedad contagiosa y fatal se
ha convertido en la principal actividad de muchos que antes lo adulaban.
Creo que es
fundamental escuchar a Dylan Farrow. Y me parece que la mejor declaración sería
cambiar "creer" por "escuchar". "Dylan Farrow, yo sí
te escucho". Escuchar es un verbo mucho más profundo, que abarca las
complejidades de lo que se dice y va más allá de un veredicto sobre verdad o
mentira. Creer implica adhesión. A veces se confunde con fe. Dudo que sea
adhesión lo que las mujeres necesitan en este momento o en cualquier momento.
Escuchar a Dylan
Farrow no significa considerar a Woody Allen culpable. Por mucho que tengamos
nuestras opiniones, y también nuestras creencias, nuestro papel no es hacer de
juez. La ciudadanía se activa luchando simultáneamente para que Dylan Farrow
sea escuchada y para que Woody Allen tenga derecho a una defensa.
Es inmensamente
importante que las mujeres afirmen públicamente la necesidad imperiosa de
escuchar a Dylan. Y que Dylan sea escuchada por el sistema legal. Pero también
es importante no confundir este movimiento de escuchar a Dylan con un
movimiento de condenar automáticamente a Woody. No se juzga y condena a una
persona, cualquier persona, por adhesión. No es por el número de voces en las
redes sociales que se suman a una verdad, aunque esta parezca evidente, y
aunque sea una verdad de la víctima, que se condena a otra persona. Es
importante entender que no puede existir condena por el número de adhesiones en
las redes sociales. Ni se puede confundir esta distorsión con justicia.
Roman Polanski se
declaró culpable y Bill Cosby ya ha sido condenado. Estos hechos deberían
justificar la expulsión de la Academia del Óscar. ¿O no?
Estoy en contra de
la pena de muerte. Radicalmente en contra, incluso para crímenes considerados
atroces. No creo que, como sociedad, tengamos el derecho de quitarle la vida a
otro ser humano, aunque haya matado. Y también estoy en contra de matar
subjetivamente a las personas, condenándolas al ostracismo, impidiéndoles crear
o manifestarse, coartándoles la expresión, arrancándoles la posibilidad de ser.
No porque alguien
haya sido considerado culpable y condenado por un crimen hay que impedirle que
sea una persona. Es por eso que algunos luchan por los derechos de los presos,
tan violados en Brasil y en tantas partes del mundo. Los derechos no son solo
las garantías de un proceso legal, que cumpla la Constitución, sino también
poder estudiar, trabajar, tener baños de sol, recibir visitas, mantener
relaciones sexuales, etc. La privación de libertad es la pena máxima, y es
terrible. No está previsto que la persona deje de vivir estando vivo.
El deseo de callar
a las personas ha crecido y se ha multiplicado. Si solo son sospechosas de
haber cometido un crimen, son muchos los que defienden que ya no pueden
escribir, ni hacer cine, ni crear, ni dar clases, ni compartir el espacio
público, ni trabajar, ni lo que sea que hagan. Ya no pueden hablar y, si lo
hacen, no se les puede escuchar. A la práctica, lo que les empieza a suceder a
determinados hombres poderosos es lo que les sucede cotidianamente a los más
pobres, que cargan para siempre con el estigma de la condena, o de la prisión
arbitraria cuando solo son sospechosos, que les impide reconstruir una vida que
siempre estará marcada por esa experiencia, pero que no por ello no pueda aspirar
a ser viva.
Si es justicia lo
que reivindicamos, debemos luchar por ampliar la escucha, y no por determinar
quién puede y quién no puede ser escuchado. Ningún silenciamiento es justo. Ni
siquiera el de los criminales.
Hay varias maneras
de silenciar a las personas. Expulsarlas del pequeño club cerrado del Óscar,
que significa mucho en el mundo del cine convertido en negocio, está muy lejos
de ser la más cruel de todas. Pero el hecho señala una tendencia que experiencias
históricas muestran que puede ser peligrosa. Y que se puede desdoblar en otras,
también peligrosas.
Una parte de los
cineastas, escritores y artistas de diferentes momentos históricos no
resistiría un "código de conducta". O los "estándares de
decencia". ¿Eso significa que sus películas, libros, obras teatrales y de
arte tienen que quemarse en una gran hoguera moralizadora? ¿Podemos afirmar que
el mundo sería mejor sin la obra de Woody Allen y de Roman Polanski? Por ser
uno sospechoso de un crimen, el otro culpable de un crimen, ¿no tienen nada que
decir o lo que tienen que decir ya no debe ser escuchado? ¿Queremos vivir en un
mundo así?
A quien comete una violencia
contra una mujer se le debe investigar, juzgar y condenar. Sea quien sea. A
quien comente una violencia contra cualquier persona se le debe investigar,
juzgar y condenar. Sea quien sea. Pero eso no significa que se le deba impedir
vivir estando vivo.
El hecho de que
alguien como Polanski haya cometido un crimen contra una mujer y, a la vez,
haya hecho películas que forman parte de nuestro imaginario sobre el mundo
contemporáneo, obras que cuestionaron y siguen cuestionando temas cruciales de
forma brillante, constituye parte de la experiencia humana que tenemos que
acoger. Lo que no le exime de responder por su crimen.
Roman Polanski,
como Bill Cosby y otros culpables de crímenes contra mujeres, famosos o no,
poderosos o no, son eso, aquello y lo de más allá. Polanski es el hombre que
vivió los horrores del Holocausto y perdió a su madre en una cámara de gas de
Auschwitz. Es también el marido que perdió a su mujer, Sharon Tate, asesinada
por miembros de la secta liderada por Charles Manson, cuando estaba embarazada
de ocho meses de su primer hijo. Es el hombre que se declaró culpable de haber
violado a una niña de 13 años. Es también el cineasta que hizo, entre
otras, El bebé de Rosemary o La semilla del diablo, Chinatown, La muerte y la doncella, ¿Sabes quién viene? o Un dios salvaje y El
pianista, película por la que ganó el Óscar al mejor director. Y
Polanski seguramente tiene otras caras que desconocemos, porque no son
públicas.
Las personas, todas
las personas, son ambiguas, tienen matices, varias dimensiones. Silenciar las
contradicciones del ser humano es negar lo humano. Y eso nunca ha funcionado.
Las mujeres, tantas veces llamadas putas, zorras, brujas, tantas veces
condenadas socialmente y excluidas por ello, impedidas de expresarse, cohibidas
en sus deseos, enclaustradas como locas, conocen mejor que nadie qué es la
muerte en vida. La muerte por el ostracismo y por la exclusión. El peso de un
linchamiento público. La invisibilidad incluso siendo visible. El vacío de ser
condenada a no ser vista por el otro, por los otros. La voz que grita y que,
aun así, no se escucha.
La experiencia de
las mujeres de ser violadas de tantas maneras en este mundo, una de ellas por
el silencio ante sus gritos, tiene que ayudarnos a querer justicia para los
acosadores, abusadores y violadores, pero nunca jamás venganza. La venganza no
nos merece.
En nuestra lucha,
la de las mujeres y de los hombres que respetan a las mujeres, tenemos que
encontrar caminos para ejercer el poder de presión sin contemporizar con un
mundo que silencia a las personas. Este mundo que silencia a las personas lo
crearon los hombres. Cuando funcionamos con esa lógica, fortalecemos aquello que
transformó a las mujeres en víctimas. El mundo que crearemos juntos tiene que
ser mejor.
(*) Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no
ficción Coluna Prestes - O avesso da
lenda, A vida que ninguém vê, O olho
da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas.
Traducción: Meritxell Almarza
© El País (España)
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