Museo Karl Marx, en Alemania (Foto/European Pressphoto Agency) |
El 5 de mayo de 1818, en la ciudad sureña de
Tréveris, Alemania, ubicada en la pintoresca región vinícola del valle del
Mosela, nació Karl Marx. En esa época, Tréveris era diez veces más pequeña que
ahora, que tiene una población cercana a los 12.000 habitantes. Según uno de
los biógrafos recientes de Marx, Jürgen Neffe, Tréveris es una de esas ciudades
donde “aunque no todos se conocen, hay muchas personas que saben bastante de
los demás”.
Estas restricciones provinciales no iban con el
ilimitado entusiasmo intelectual de Marx. Fueron pocos los pensadores radicales
de las principales capitales europeas de su época que no conoció o con quienes
no rompió por motivos teóricos, entre ellos sus contemporáneos alemanes Wilhelm
Weitling y Bruno Bauer; el “socialista burgués” de Francia Pierre-Joseph
Proudhon, como lo etiquetaron Marx y Friedrich Engels en su libro El manifiesto comunista, y el
anarquista ruso Mikhail Bakunin.
En 1837, Marx se negó a seguir la carrera de leyes
que su padre —quien era abogado— había planeado para él y, en cambio, se
sumergió en la filosofía especulativa de Georg Wilhelm Friedrich Hegel en la
Universidad de Berlín. Se podría decir que a partir de ahí todo fue de mal en
peor. El gobierno prusiano y su conservadurismo profundo no vieron con buenos
ojos ese tipo de pensamiento revolucionario (la filosofía de Hegel proponía un
Estado liberal racional) y, para inicios de la siguiente década, la trayectoria
académica de profesor universitario que Marx escogió había sido bloqueada.
Si alguna vez pudiera haber una argumentación
convincente para demostrar los peligros de la filosofía, sin lugar a duda sería
el descubrimiento que hizo Marx de Hegel, cuya “melodía grotesca y escabrosa”
le causó repulsión en un principio, pero pronto lo tendría bailando delirante
por las calles de Berlín. En una carta de noviembre de 1837, escrita con la
misma exaltación, Marx le confesó a su padre: “Quería abrazar a todas las
personas que estaban paradas en la esquina”.
En este bicentenario del nacimiento de Marx, ¿qué
lecciones podríamos obtener de su peligroso y delirante legado filosófico?
¿Cuál sería exactamente la contribución duradera de Marx?
En la actualidad, parecería que su legado está vivo
y en buena forma. Desde el inicio del milenio, han surgido una cantidad
incalculable de libros, desde trabajos académicos hasta biografías populares,
en los cuales se respalda en términos generales la lectura que Marx hizo del
capitalismo y su relevancia imperecedera para nuestra época neoliberal.
En 2002, en una conferencia en
Londres a la que asistí, el filósofo francés Alain Badiou declaró que Marx se
había convertido en el filósofo de la clase media. ¿Qué quiso decir? Creo que
su intención fue señalar que, en estos días, la opinión liberal y educada
coincide de forma más o menos unánime en que la hipótesis básica de Marx es
correcta: el capitalismo es impulsado por una lucha de clases profundamente
divisiva en la que la clase minoritaria en el poder se apropia del excedente de
mano de obra de la clase trabajadora mayoritaria, a manera de ganancia. Incluso
economistas liberales como Nouriel Roubini aceptan que la convicción de Marx de
que el capitalismo tiene una tendencia inherente a autodestruirse sigue siendo
tan profética como lo fue desde un inicio.
Sin embargo, en este punto se termina la unanimidad
de forma abrupta. Aunque la mayoría coincide con el diagnóstico del capitalismo
que ofreció Marx, las opiniones para encontrar la manera de tratar su
“trastorno” están absolutamente fraccionadas. Además, en este punto radican la
originalidad y la gran importancia de Marx como filósofo.
Primero que nada, seamos claros: Marx no llegó a
una fórmula mágica para poder abandonar las enormes contradicciones sociales y
económicas que conlleva el capitalismo global (según Oxfam, en 2017, el 82 por
ciento de la riqueza en el mundo fue a parar en manos del uno por ciento más
rico del planeta). No obstante, lo que Marx sí consiguió por medio de su
pensamiento materialista fue obtener las armas críticas para socavar la
declaración ideológica del capitalismo que lo muestra como la única opción.
En El manifiesto comunista, Marx y
Engels escribieron lo siguiente: “La burguesía despojó de su halo de santidad a
todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento.
Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al
sacerdote, al hombre de ciencia”.
Marx estaba convencido de que el capitalismo los
convertiría en reliquias. Por ejemplo, los avances que se están logrando en los
diagnósticos médicos y las cirugías gracias a la inteligencia artificial
corroboran el argumento de El manifiesto… según el cual la
tecnología iba a acelerar en gran medida la “división del trabajo” o la
desprofesionalización de esas carreras.
Para entender de mejor manera cómo fue que Marx
logró un impacto mundial tan duradero —uno que podría ser más importante y
tener mayor alcance que el de cualquier otro filósofo anterior o posterior a
él—, podemos empezar con su relación con Hegel. ¿Qué tenía el trabajo de Hegel
que cautivó de tal forma a Marx? Como le informó a su padre, los primeros
encuentros con el “sistema” de Hegel —que se construye a sí mismo mediante la
superposición de negaciones y contradicciones— no lo habían convencido en su
totalidad.
Marx descubrió que los idealismos de finales del
siglo XVIII de Immanuel Kant y Johann Gottlieb Fichte que dominaban el
pensamiento filosófico a inicios del siglo XIX daban tanta prioridad al
pensamiento mismo, que se sostenía que se podía inferir la realidad por medio
del razonamiento intelectual. Sin embargo, Marx se rehusó a respaldar la
realidad que proponían esos pensadores. En un giro irónico al estilo hegeliano,
era todo lo contrario: el mundo material determinaba todo el pensamiento. Como
Marx lo menciona en su carta: “Si los dioses habían habitado antes por encima
del mundo, ahora se habían convertido en su centro”.
La idea de que Dios —o los “dioses”— moraban entre
las masas, o estaban “en” ellas, por supuesto que no era nada nuevo en términos
filosóficos. No obstante, la innovación de Marx fue poner de cabeza la
deferencia idealista, no solo ante Dios, sino ante cualquier autoridad divina.
Mientras que Hegel no quiso ir más allá de la defensa del Estado liberal
racional, Marx dio un paso más adelante: como los dioses ya no eran divinos, no
había necesidad de un Estado.
El concepto de la sociedad sin clases y sin Estado
definiría las ideas que tenían del comunismo tanto Marx como Engels y, por
supuesto, la historia ulterior y atribulada de los “Estados” comunistas (¡qué
ironía!) que se materializaron durante el siglo XX. Aún queda mucho por
aprender de esos desastres, pero su relevancia filosófica permanece incierta,
por decir lo menos.
El factor clave del legado intelectual de Marx en
nuestra sociedad actual no es su “filosofía”, sino su “crítica”, o lo que describió en 1843 como “la crítica
despiadada de todo lo existente, despiadada tanto en el sentido de no temer los
resultados a los que conduzca como en el de no temerle al conflicto con
aquellos que detentan el poder”. Marx escribió en 1845: “Los filósofos no
han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se
trata es de transformarlo”.
La opresión racial y sexual se han añadido a la
dinámica de la explotación de clases. Los movimientos que luchan por la
justicia social, como Black Lives Matter y #MeToo, tienen una especie de deuda tácita
con Marx por su búsqueda sin remordimientos de las “verdades eternas” de
nuestros días. Estos movimientos reconocen, como lo hizo Marx, que las ideas que
rigen cada sociedad son las de su clase dirigente y que derrocar esas ideas es
fundamental para el verdadero progreso revolucionario.
Nos hemos acostumbrado al mantra entusiasta que
señala que para efectuar un cambio social tenemos que cambiar nosotros. Sin
embargo, no basta el pensamiento racional o tolerante, pues las estructuras del
privilegio masculino y de la jerarquía social ya distorsionaron las normas del
pensamiento, incluso el lenguaje que utilizamos. Cambiar esas normas implica
cambiar los cimientos mismos de la sociedad.
Citando a Marx: “Un orden social nunca se destruye
antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas para las que
es suficiente, y las nuevas relaciones superiores de producción nunca remplazan
a las previas antes de que hayan madurado las condiciones materiales para su
existencia dentro del marco de la sociedad anterior”.
Podría decirse que la transición hacia una sociedad
nueva donde el valor de un individuo finalmente sea determinado por las
relaciones interpersonales, y no por las relaciones con el capital, ha
demostrado ser una tarea bastante complicada. Como lo he mencionado, Marx no
ofrece una fórmula universal para promulgar el cambio social.
No obstante, sí ofrece una poderosa prueba de fuego
intelectual para ese cambio. De acuerdo con esto, estamos destinados a seguir
citándolo y probando sus ideas hasta que por fin alcancemos el tipo de sociedad
que luchó por crear, una sociedad que deseamos cada vez más personas.
(*) Profesor adjunto de Filosofía en la Universidad
Kyung Hee de Corea del Sur y autor de la novela "Marx Returns".
© The New
York Times
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