Por Isabel Zapata (*)
El debate sobre qué debemos hacer con la obra artística de los hombres que han cometido
algún tipo de abuso desató una gran controversia, por decir lo
menos. Algunos alegan que hay que separar al creador de su obra y seguir
disfrutándola como si nada, pero otros, para quienes el artista y su arte son
la misma cosa, repudian dicha obra e incluso llaman a boicotearla –si la
persona vive, para que no obtenga beneficios económicos de nuestro consumo.
¿Estamos listos realmente para desechar sin más las películas de Woody Allen y
Roman Polanski, el genio cómico de Bill Cosby o Louis CK, las actuaciones de
Kevin Spacey? Puede ser. Pero la cuestión tiene consecuencias que van más allá
de estos casos recientes. ¿Qué quedaría de ese amasijo al que llamamos cultura si
le amputamos, cual extremidad engangrenada, el arte del patriarcado, esa fina
membrana que ciñe al ejercicio del poder?
Al centro de esta querella está Lolita, la novela más celebrada de
Vladimir Nabokov y una de las obras que más ha abonado a la discusión sobre las
representaciones de género en el arte. En parte por la dificultad que implica
capturar la complejidad psicológica de su trama en una imagen, el caso
específico de las más de 200 portadas que se han usado
para sus distintas ediciones da mucho material de análisis. La dimensión sexual
del libro estuvo en primer plano, tanto desde el punto de vista literario como
gráfico, desde 1955, cuando se publicó por primera vez en una editorial
parisina especializada en literatura erótica, The Olympia Press. Pero Lolita no
siempre fue Lolita: según el académico Stephen Blackwell, el mismo Nabokov,
preocupado por su reputación, se negó rotundamente a que en la portada
apareciera la imagen de una niña de carne y hueso.
Sin embargo, años después, cuando el éxito y la polémica de la novela
rebasaron a su autor—en parte como efecto de la película de Kubrick en
1962—Nabokov se desentendió del tema y levantó el veto, o el veto se levantó
tácitamente. Fue por entonces que la fotografía utilizada para promocionar la
película, en la que aparece Sue Lyon con lentes obscuros en forma de corazón
chupando una paleta de caramelo, se hizo tan famosa que, en términos de
reconocimiento popular, se volvió más importante que la novela misma e incluso
que la película (ni los lentes ni la paleta aparecen en la película, por
ejemplo, pero todo mundo sabe que la niña de la imagen es Lolita).
A partir de entonces, las portadas de Lolita se han mantenido más o
menos parejas en su tono, dotando al libro de un imaginario de niñas en
poses sugerentes y de alusiones sexuales, algunas más obvias que otras. La
tendencia generalizada ha sido a considerar que la historia que narra es un
apasionado romance (Vanity Fair incluso publicó una reseña en la
que la describe como “la única historia de amor convincente de nuestro siglo”),
y esta visión hipersexualizada de la obra ha permeado a tal punto en la cultura
popular que el hecho de que Lolita, en el libro, no es una seductora
adolescente de 16 años, sino una niña de 12 secuestrada y abusada durante años
por un violador serial ha quedado borrado del mapa.
Recientemente, Anagrama abonó a la polémica con la presentación de una
nueva portada diseñada por la ilustradora coreana Henn Kim, una joven
artista feminista. En la imagen, vemos por primera vez a una Lolita que
sufre, agachada, con una llave metálica atravesándole el cuerpo. Se trata de
una interpretación que, si bien no es la más popular, está tan presente en el
libro que Humbert mismo expresa remordimiento ante sus acciones: “Fui un
monstruo de degeneración pentapolitana, pero te amé. Fui despreciable, brutal,
infame, y todo, mais je t’aimais, je t’aimais. Y había veces
que me daba cuenta de cómo te sentías, y saberlo era un infierno, mi pequeña.
Lolita, niña, valiente Dolly Schiller”. Si, como escribió Walter Benjamin,
la barbarie está en la base de toda gran obra de arte, ¿cómo representar una
obra así sin caer en la justificación de ese abuso pero tampoco en la
mojigatería?
¿Es Lolita un “homenaje a las ninfas”, como la llama Roberto
Calasso, o la historia de un pedófilo cínico que se sale con la suya? Ni
una ni otra. Acaso la portada ideal para un libro como éste no existe, en tanto
que para representar debidamente la textura de un trama así es necesario
considerar la combinación de todas las portadas que se han hecho hasta ahora.
En su ensayo “Los hombres me explican Lolita”, Rebecca
Solnit habla de cómo el canon literario occidental está lleno de historias
sobre mujeres que les han sido arrebatadas a las mujeres mismas al poner a los
hombres en primer plano, historias que no solo no contemplan las experiencias
femeninas, sino que pintan momentos de crueldad y degradación hacia las mujeres
como actividades emocionantes que uno puede hacer, actos de arrojo y rebeldía
como los de Humbert.
Con esto no quiero decir que no hay que leer Lolita. Todo lo contrario:
hay que leerla más, leerla y releerla echando mano de cosas que sabemos o
intuimos los lectores de hoy y que antes pasaban desapercibidas. Si la
portada de un libro debe responder al espíritu de su tiempo, la de Kim lo hace
con éxito al abrir el debate sobre las representaciones del personaje de Lolita
y obligarnos a ejercitar un sentido crítico que pone el bienestar de las
mujeres al centro de la discusión. Los tiempos cambian, por fortuna, y exigen
nuevas formas de percibir la realidad. No tenemos que elegir una portada
definitiva, pero sí es nuestra labor observar y comprender las transformaciones
que los libros sufren, cosas vivas como son, dentro de sus páginas y fuera de
ellas.
(*) Nació
en México. Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for
Social Research. Escribe, traduce y edita. En 2015 fundó Ediciones Antílope.
© Letras Libres
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