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Un “consejo” para promover la lectura, atribuido
al cineasta John Waters, en su traducción más difundida —la del español
peninsular— dice así: “Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te
lo folles”. Más allá del chiste, está claro que para los amantes de la lectura
no es lo mismo llegar a una casa donde hay libros que a una donde no los hay.
En cuanto descubre la biblioteca, el visitante lector está a la espera de poder
curiosear entre sus estantes, al menos echar un vistazo furtivo y fugaz para hacerse
una idea de qué títulos y autores pueblan el lugar.
La biblioteca es una especie de mapa del alma de
su poseedor, una radiografía, un retrato. A menudo también una biografía.
“Podés armar las vidas de las personas en función de sus bibliotecas”, asegura
en una entrevista el uruguayo Marcelo
Marchese, dueño de una librería de uCsados, quien, como tantos otros en su
rubro, suele abastecer su negocio comprando colecciones particulares.
“Descubrís a qué se dedicaban, si se
divorciaron, si tuvieron hijos… —añade Marchese—. Me pasó de descubrir a
un hombre que tenía un vínculo con el fascismo italiano y otro que tenía un
carné de afiliación al partido nazi. Siempre pienso en escribir un cuento en el
que el librero descubre un crimen en función de una biblioteca”.
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Sin llegar a detective, como el librero del
cuento que quizá Marchese escriba alguna vez, uno puede convertirse en
“inspector de bibliotecas”. Ese grado alcanzó, según el escritor Antonio
Gamoneda, el periodista Jesús Marchamalo, quien hace una década comenzó a
publicar en el periódico madrileño ABC una serie de artículos
titulada “Bibliotecas de autor”, destinada a describir las colecciones privadas
de autores consagrados. Cuatro decenas de esos textos fueron reunidas luego en
los volúmenes Donde se guardan los libros (2011) y Los
reinos de papel (2016). En el prólogo del primero, Marchamalo
escribió:
Cada
biblioteca se rige por una serie de códigos, unos usos ni siquiera conscientes,
caprichosos la mayor parte de las veces, que acaban señalando al lector, y que
hablan de sus afanes y rarezas. Decía Marguerite Yourcenar que una de las
mejores maneras de conocer a alguien es ver sus libros. Y creo que es verdad.
En el caso de los escritores se añade además la sospecha fundada de que sus
bibliotecas esconden una parte del mapa del tesoro. De su manera de plantearse
y entender la literatura.
En sus textos, Marchamalo no solo refiere los
libros que conforman las bibliotecas, sino también las peculiaridades que los
rodean: soldaditos de plomo entre los volúmenes de Javier Marías, cientos de
muñequitos infantiles entre los de Fernando Savater, la “biblioteca portátil”
en la que terminó convirtiéndose el asiento trasero del coche de Luis Landero,
los ejemplares destrozados por el perro de Soledad Puértolas… Detalles que
también hacen, sin duda, al retrato de cada lector.
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En un artículo titulado “Un Borges tuteado”, la
argentina María Moreno narra la ocasión en que viajó a París y se alojó, ella
sola, en la casa de un compatriota amigo, quien a su vez estaba de viaje junto
a su pareja, un francés. La biblioteca era enorme, describe, y contenía a
muchos autores franceses que ella había leído a conciencia. Pero estas
ediciones estaban, por supuesto, en su idioma original, que Moreno no maneja:
los nombres de las editoriales y colecciones que ella solía ver “en la segunda
página, un poco más arriba de la fecha de edición” (La Pléiade, Gallimard, Le
Seouil, Grasset & Fasquelle) aquí estaban en los lomos.
“No había ningún libro en castellano. Sentí una
especie de resentimiento, de antiimperialismo doméstico, que seguramente me
hacía torcer la boca”, explica la autora. Hasta que por fin reconoció una
edición de Anagrama en la pila acumulada sobre la mesa de noche: El
factor Borges, de Alan Pauls. Lo supuso “como un talismán”: “La carta en la
manga que mi amigo atesoraba de una lengua en minoría frente a la que se
repetía en la biblioteca ‘dominante’ y es por eso que debía velar como una
lámpara sobre la mesa de luz”.
Cuenta Moreno que lo leyó de un tirón y que, a
medida que lo hacía, se fue “poniendo cómoda en el departamento”. Es decir,
necesitaba encontrar en esa biblioteca ajena un libro de los suyos,
un libro para ella, quizá porque solo en ese momento se sintió de
verdad en casa de un amigo, es decir, porque después de estudiar la radiografía
que era esa vasta biblioteca dio con el detalle que le permitió reconocer la
presencia del amigo que le decía: “Ponete cómoda, estás en tu casa”.
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Tan bien describen algunas bibliotecas a sus
dueños que algunas lo hacen incluso físicamente. En La casa
de los veinte mil libros (2014), Sasha Abramsky homenajea a su abuelo,
Chimen Abramsky, propietario de una casa que, a través de las décadas, fue
tomada por los libros. Describe que “algunas de las habitaciones habían dejado
de tener cualquier utilidad práctica: la flora bibliográfica había crecido de
forma exuberante”.
En esos casos, la solución de Chimen fue simple:
cerrar los cuartos con llave y ocultarlos de la vista. Pero en una ocasión en
que el hombre entraba en uno de esos cuartos clausurados, una de sus nietas
“entró a hurtadillas detrás de él [y] lo vio desaparecer por entre las pilas de
libros, por un túnel que, juraba ella después, tenía exactamente la forma de su
silueta”.
A propósito de espacios clausurados:
¿acaso los lectores no tenemos siempre por ahí algún que otro libro del que no
nos enorgullecemos nada, o que directamente nos da un poco de vergüenza? ¿Acaso
no los solemos guardar en cajones o en compartimentos ocultos, para que no nos
descubran? Y es que esa forma del voyerismo, la pasión por hurgar en
bibliotecas ajenas, es prima hermana del exhibicionismo: el placer de que
alguien llegue a mi casa y se detenga a observar mi biblioteca como una forma
de estudiarme a mí. Aunque, desde luego, como bien nos enseñó el psicoanálisis,
no controlamos todo lo que expresamos. La biblioteca constituye un discurso que
dice mucho más de lo que se propone la voluntad de su poseedor.
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A lo mejor, de hecho, la biblioteca no sea solo
un mapa del alma de su propietario, sino incluso un pedazo de ese alma. Quizá
por eso la venta de la biblioteca de alguien que ha muerto resulta a menudo,
para sus familiares, una parte del duelo. “Muchas veces lloran cuando se
desprenden de esos libros, y eso es difícil de soportar para el librero. En ese
momento vos estás terminando de matar a su familiar”, apunta Marcelo Marchese,
el librero uruguayo, habituado a atravesar situaciones dramáticas de ese tipo.
Por todas estas razones, cada vez que puedo
hurgar en la biblioteca de alguien me siento —además de curioso, quizá
fisgón, a veces indiscreto y muchas veces, no lo negaré, envidioso— un
privilegiado. Cada biblioteca revela, en su silencio, al menos un secreto, pero
acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador. Eso también es
saber leer.
©
Letras Libres
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