El gran novelista
convencido del poder
de la ficción
Philip Roth: el magnífico freudiano de la literatura norteamericana. |
Por Daniel Gascón
“A diferencia de aquellos de nosotros que llegamos al mundo aullando,
ciegos y desnudos, el señor Roth vino al mundo con uñas, pelo y dientes,
hablando con coherencia”, escribió Saul Bellow en la reseña de Goodbye,
Columbus, el libro con el que debutó Philip Roth en 1959.
El volumen contenía una novela breve –la historia de amor de verano de
Neil Klugman y Brenda Patimkin– y cinco relatos que causaron escándalo: en “La
conversión de los judíos”, un niño obligaba a los adultos a arrodillarse como
los católicos; en “Defensor de la fe”, unos soldados chantajeaban a su superior
apelando a la solidaridad judía. “A los 26 años –escribía Bellow– es diestro,
ingenioso y enérgico y practica como un virtuoso.”
Philip Roth (Newark, Nueva Jersey 1933 - Nueva York, 2018) ha sido uno
de los grandes escritores de la literatura estadounidense del siglo XX. Obtuvo
todos los premios importantes en su país: dos veces el National Book Award y el
National Book Circle Award; tres veces el PEN Faulkner; ganó también el
Pulitzer. Fue, con Eudora Welty y Saul Bellow, uno de los tres escritores vivos
que vieron su obra recogida en la Library of America. Su producción novelística
es espectacular. Era uno de los “grandes judíos” –como Bellow o Malamud,
mayores que él– que cambiaron la literatura estadounidense, que –como
escritores negros como Ralph Ellison– hicieron suyo un territorio inicialmente
WASP. Durante mucho tiempo habló de esa comunidad y de su relación con los
gentiles y la historia, pero también se propuso hablar de la experiencia
estadounidense. Que no obtuviera el Premio Nobel de Literatura no dice nada de
su obra: solo habla mal de la Academia sueca.
La suya fue una carrera larga y ambiciosa. Era el gran freudiano de la
literatura norteamericana: el sexo, el trabajo, la familia y la muerte son
quizá los temas centrales de un autor que supo incorporar nuevos registros
formales y nuevas preocupaciones temáticas. Jugó con la distinción entre
realidad y ficción y con asuntos vinculados con la identidad judía y la memoria
del siglo XX, así como con los traumas y la psique nacional.
Era, como escribió Martin Amis, un genio cómico. Ese genio cómico,
transgresor e iconoclasta, se puede apreciar particularmente en libros
como El lamento de Portnoy o El teatro de Sabbath.
Era un novelista convencido del poder de la ficción, algo que parece
cada vez menos frecuente. En alguna ocasión dijo que Mientras agonizo,
de Faulkner, y Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow, eran
la espina dorsal de la literatura estadounidense. Muchas de sus obras tienen
una cadencia jamesiana.
A diferencia de otros autores anglosajones, estuvo atento a la
literatura de otras lenguas. (Amis, en un ejemplo de provincianismo
particularmente elocuente, decía que Roth leía las novelas como manuales de
conducta humana y que por eso tenía la extraña costumbre de leer libros
traducidos.) Cuando le preguntaron si en el humor salvaje de El lamento
de Portnoy se notaba la influencia de stand up comics como Lenny Bruce,
respondió que era más importante la de sit down comics como Franz Kafka.
Reivindicó a escritoras como Edna O’Brien, una de cuyas citas encabeza El
animal moribundo: “El cuerpo contiene la biografía tanto como el cerebro”.
El mundo de Roth -tan propenso a la autodenigración como al narcisismo- es un
mundo fieramente secular, y en él el cuerpo es esencial: el cuerpo propio y el
cuerpo de los demás: como vehículo de deseo y placer, como motor de ansiedad,
insatisfacción y culpa, como escenario de la enfermedad y la muerte. En sus
libros aparecen transformaciones en órganos, masturbaciones estajanovistas,
cánceres de pecho y próstata, estreñimiento y polio, impotencia y orgasmos,
tratamientos médicos y psicoanalíticos, o el hijo que limpia las heces de su
padre enfermo y se da cuenta de que ese es su patrimonio.
También en sus obras el lenguaje es algo físico, que se moldea y se
imita: Zuckerman se describe a su vecina (y novia) Maria, en La
contravida, como “soy el hombre que se enamoró de una oración de relativo”.
Tuvo un éxito polémico con El lamento de Portnoy, un libro
hilarante sobre la culpa, la familia y el deseo, de una ejecución
extraordinaria. Este largo monólogo de Alexander Portnoy, con títulos
freudianos, obscenidades abundantes y un amplio vocabulario en yiddish,
dirigido a un psicoanalista que solo responde en la última página, era también
una liberación tras obras más contenidas y clásicas como Deudas y
dolores y Cuando ella era buena. Pero huyó del
estancamiento. En los setenta practicó la sátira. De esos años son Nuestra
pandilla, sobre la administración Nixon y su corrupción. Pero también El
pecho, una nouvelle kafkiana donde David Kepesh (protagonista también
de El profesor del deseo y El animal moribundo) se
transforma en un seno.
Muchas obras de Roth, y especialmente las de esa época, son
metaliterarias y reflexionan sobre los efectos que lo que uno escribe tiene
sobre otros y sobre uno mismo. Son temas que están en Mi vida como
hombre, una puesta en abismo, o en algunas de las piezas de la primera
trilogía de Nathan Zuckerman, trasunto de Roth y autor de un best-seller
escandaloso, Carnovsky, que recuerda a El lamento de
Portnoy (también traducido como El mal de Portnoy). Mi
novela preferida de Zuckerman Bound es la primera de la serie,
que cuenta la visita del joven Zuckerman a E. I. Lonoff, una especie de Bernard
Malamud o Henry Roth, un viejo escritor judío con una vida conyugal torturada y
una hija misteriosa que Zuckerman sospecha por un momento que es Ana Frank.
Impulsó que se tradujeran autores de Europa del Este en Estados Unidos,
y ayudó a que se conociera mejor la obra de Bruno Schultz. Realizó entrevistas
admirables a Milan Kundera, Ivan Klima, Primo Levi o Aharon Appelfeld. Están
recogidas en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. Si la
preocupación por el Holocausto y su legado estaban presentes en muchas de sus
obras, la situación de los escritores en regímenes comunistas aparece en La
orgía de Praga, el fantasmal epílogo de la primera serie de Zuckerman.
La suya sería, a primera vista, otra tradición. Pero Philip Roth también
escribió novelas posmodernas que jugaban con las distintas posibilidades y los
trampantojos, y que mostraban su riqueza de registros. Una de las mejores
es La contravida, también de la serie de Zuckerman, que incorpora
la cuestión de Israel. Este tema también aparece en otra novela
disparatada, Operación Shylock, donde Philip Roth, enloquecido por
un tratamiento antidepresivo (algo que sucedió en realidad) se entera de que
hay un impostor que aconseja a los judíos que abandonen el país. En esta novela
hábil y disparatada, situada sobre el telón de fondo del juicio a Ivan
Djemanjuk, aparecen Aharon Appelfeld, Claire Bloom (que fue pareja de Roth) y
lo que parece una caricatura de Edward Said (disfrazado como George Ziad). Y
también tiene un profundo desafío formal El teatro de Sabbath, que
es entre otras cosas una meditación salvaje sobre la lujuria donde el viejo
Sabbath va a masturbarse en la tumba de su amante (y descubre que no está
solo).
En los años noventa, dijo Roth, amplié mi enfoque. Es una manera de
describir lo que quizá sea más admirado de su obra: la trilogía americana de
Zuckerman. Está compuesta por tres novelas: Pastoral americana, La mancha
humana y Me casé con un comunista. Combinan la elegía y la ira, el retrato de
las transformaciones de un país, y tratan temas como la decepción de los padres
hacia los hijos, la distancia entre generaciones, la proyección de las
aspiraciones de la comunidad judía (en Pastoral americana); el
MacCarthysmo y sus persecuciones, el conflicto y el rencor familiar, así como
un retrato de una izquierda americana y algo de venganza contra una expareja
(en Me casé con un comunista). Quizá la mejor de las tres, y la más
actual, sea La mancha humana, donde Zuckerman cuenta la caída en
desgracia de su amigo Coleman Silk, profesor de clásicas, en un verano en el
que los republicanos hostigaban a Bill Clinton por el caso Lewinsky. Lo que
precipita su caída es un caso de corrección política, injustamente evaluado. En
esta novela, y esto vale para otras obras de Roth, tenemos un narrador-testigo
a la manera de Conrad o el Scott-Fitzgerald de El gran Gatsby; una
reflexión sobre la decadencia física, con un Zuckerman impotente e incontinente
tras sufrir un cáncer; un artificio narrativo que recuerda a Faulkner, al igual
que la ambición demótica de retratar distintas formas de hablar; un análisis
indignado e inteligente sobre el puritanismo de la derecha y de la izquierda;
una visión de la raza y la clase y su lugar en el país; un recorrido por la
historia reciente de su país, con la política del momento o la herida de la
guerra de Vietnam.
La conjura contra América era una ucronía donde Roth utilizaba el
escenario que sus lectores conocían bien –su barrio de Newark– para imaginar
una victoria fascista en Estados Unidos en los años treinta. No era una de sus
obras más logradas, pero mostraba potencia y ambición. Escribió un tortuoso
retrato conyugal en Engaño (y su expareja Claire Bloom
escribió un revenge book, Leaving a Doll’s House), y dos bellas
obras autobiográficas: Los hechos y Patrimonio. La
resolución de algunas novelas, como El animal moribundo, es
chapucera; sus mejores personajes son masculinos; y sus últimas novelas –Humillación, Némesis o Sale
el fantasma, la despedida de Zuckerman– no están a la altura de sus obras
más celebradas, escritas cuando superaba los sesenta años.
Pocos escritores han sabido combinar un mundo tan reconocible y definido
con la capacidad de añadir capas, estilos y desafíos. Muy pocos han hecho
disfrutar a sus lectores como Roth: con su humor y su furia, su perspicacia y
su brutalidad, su descaro y su fuerza narrativa. En 2012, dijo que dejaba de
escribir. Salió alguna pieza en el New Yorker; hace poco se publicó
un volumen con sus textos sobre literatura, Why Write. En una entrevista reciente decía: “Tengo
muchos amigos escritores muertos. Echo de menos recibir sus libros en el
correo”. Ahora nosotros también.
© Letras Libres
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