Por James Neilson |
Los más reacios a hacer un esfuerzo auténtico son, cuando
no, los más beneficiados por el orden corporativista que los macristas
quisieran desmantelar. Tales personajes incluyen a una multitud de políticos
profesionales acostumbrados a deambular por el mapa ideológico en busca de
padrinos o madrinas, sindicalistas enriquecidos, integrantes de la familia
judicial y empresarios que de un modo u otro dependen de la voluntad del Estado
de comprar los servicios que brindan o mantener a raya a la siempre injusta
competencia externa. Estarían dispuestos a acompañar al gobierno si no les
costara nada, pero saben que por lo menos algunos se encontrarían entre los
perdedores, razón por la cual no vacilan en aprovechar al máximo el poder que
tienen para obligarlo a respetar lo que toman por sus derechos adquiridos.
Ahora bien; lo mismo que en todos los demás países, el
gobierno de Macri tiene que manejar ciertas realidades: la económica, la
política, la social y, por decirlo de algún modo, la cultural. Por desgracia,
aquí no es nada fácil compatibilizarlas. Lo que parece lógico en el ámbito
económico suele considerarse insensato en el social y por lo tanto político.
Puede que los macristas hayan ganado algunas batallas culturales al convencer a
muchos de que es tonto dejarse embaucar por demagogos, pero tales triunfos le
valen poco al darse cuenta la gente de que medidas que le parecerían razonables
si fuera cuestión de otro país, la privarán de una tajada significante del
ingreso que necesita para llegar a fin de mes.
Macri, pues, se asemeja a un chico que está procurando armar
un rompecabezas con piezas que son demasiado grandes o tan pequeñas que no le
sirven; aun cuando lograra modificarlas para que encajaran, descubriría que no
corresponden al cuadro que tiene en mente. Que este sea el caso puede
comprenderse; la Argentina empezó a rodar cuesta abajo hace al menos un siglo,
no, como a algunos les gusta creer, en 2001, o en 1945, puesto que cuando Juan
Domingo Perón salió de las entrañas de una dictadura militar, el país ya estaba
inmerso en una crisis estructural gravísima.
Lo que más preocupa al gobierno de Cambiemos es la
inflación. A inicios de su gestión, suponía que, gracias a su imagen reluciente
en el exterior, le sería dado dominarla sin tener que esforzarse demasiado. Se
equivocaba. No se trataba de una aberración meramente coyuntural que podría
corregir con facilidad relativa sino de una condición crónica.
Si bien en ocasiones otros países se han visto devastados
por tsunamis hiperinflacionarios equiparables con el que en la actualidad está
asolando la Venezuela chavista, en ninguno ha persistido tanto el mal como en
la Argentina. Es parte de la esencia nacional. Lo es porque casi todos se
aferran a la noción de que el país sea mucho más rico de lo que harían pensar
las apariencias y las estadísticas, de suerte que siempre puede permitirse
ciertos lujos: energía virtualmente gratuita, planes sociales a granel, un
gasto público que según las pautas de otras latitudes está absurdamente
sobredimensionado, legisladores bien remunerados en comparación con sus
homólogos en lugares relativamente prósperos, jubilaciones de privilegio para
los jueces y así largamente por el estilo.
Gobernar una sociedad congénitamente inflacionaria como la
argentina en que casi todos se creen postergados porque pueden recordar una
etapa en que les iba mejor es una tarea extraordinariamente difícil. Los
encargados de la economía tienen que ajustar; si no lo hacen, el país no
tardaría en sufrir una nueva catástrofe financiera, pero saben que toda medida
en tal sentido se verá resistida por los muchos que quieren que otros paguen
los costos de la fiesta más reciente. Asimismo, no ayuda el que, en un país
democrático en que la política es forzosamente competitiva, sea natural que la
oposición se concentre en debilitar el gobierno sacando provecho de sus
presuntos errores sin preguntarse si habrá alterativas claramente superiores.
Es lo que está ocurriendo a causa de los tarifazos
energéticos que, según las encuestas, han provocado un bajón de la popularidad
de Macri. No sólo los peronistas sino también muchos radicales y los seguidores
de Elisa Carrió se afirman convencidos de que sería más sabio desistir de
exigirle a la clase media porteña pagar por lo que consume. A veces hablan como
si todo se debiera a la crueldad de Juan José Aranguren. No hay duda de que en
términos políticos quienes piensan así están en lo cierto cuando señalan que
los tarifazos son muy pero muy antipáticos e inciden en el bienestar de la
gente, pero mal que nos pese, el Gobierno tiene que tomar en cuenta la triste
realidad económica, ya que el país no está en condiciones de continuar gastando
muchísimo dinero para importar energía.
Una vez más, se trata de un conflicto entre la Argentina
pletórica de recursos fácilmente disponibles de la leyenda popular y el país
inflacionario real en que, para aprovecharlos, será preciso cambiar muchas
cosas. Hasta ahora, el país insinuado por los optimistas, por calificarlos así,
siempre ha derrotado al contrincante reivindicado por una minoría reducida de
ortodoxos –en verdad, de acuerdo con las normas nacionales en la materia
difícilmente podrían ser más heterodoxos–, que toma las estadísticas en serio.
Los resultados están a la vista; los triunfos de los resueltos a defender al pueblo
de los malditos “neoliberales”, siempre se han visto seguidos por más atraso y
más pobreza.
Hasta hace apenas un par de meses, el grueso de los
interesados en la evolución política y económica del país preveía que el
macrismo conseguiría la reelección y dispondría del tiempo necesario para que
su programa “gradualista” tuviera éxito. Aunque sería prematuro suponer que a
Macri le aguarda el mismo destino que el de otros que aspiraban a “cambiar la
historia” para que, luego de muchas décadas de decadencia, la Argentina
comenzara a recuperarse de las heridas autoinfligidas que la han mantenido postrada,
el cambio del humor social que se ha registrado está alentando a quienes
esperan que su gestión esté condenada a fracasar.
¿Y entonces? ¿Sería capaz un eventual gobierno peronista,
“racional” o “populista”, salvar a la clase media de los horrores de un ajuste
energético y mejorar las condiciones de vida de los ya más de diez millones de
pobres? No hay motivos para creerlo. A lo sumo, se limitaría a administrar la
crisis fenomenal que habría contribuido a generar. Parecería que algunos
peronistas lo entienden; son conscientes de que no les convendría en absoluto
apurar el hundimiento del macrismo porque aún no están preparados para asumir
la responsabilidad de gobernar un país en que, a pesar de todo lo sucedido, las
expectativas siguen superando por mucho las posibilidades inmediatas, pero así
y todo no quieren desaprovechar las oportunidades brindadas por el malestar
provocado por los tarifazos y, desde luego, por el aumento resultante del costo
de vida.
Con sinceridad o de manera un tanto hipócrita, lo mismo da,
los voceros de Cambiemos dicen que no les molestaría que un día el electorado
decidiera reemplazarlo en el poder por un movimiento de otro signo, pero que
confían que sus hipotéticos sucesores continuarán aplicando un programa de
gobierno parecido al suyo. Lo que presuntamente quieren decir con eso es que
esperan que sean realistas moderados contrarios al facilismo que, desde
comienzos del siglo pasado, ha hecho las veces de una doctrina política
nacional.
No es que Cambiemos haya sido inmune al virus facilista.
Macri y quienes lo rodean subestimaron groseramente lo difícil que les sería
reordenar una economía que los kirchneristas habían convertido en un campo
minado programado para estallar en la cara del ganador de las elecciones de
octubre de 2015 aun cuando resultara ser Daniel Scioli. Alentados por las
palabras de elogio que les llegaron desde Estados Unidos y Europa, apostaron a
que pronto llegarían inversiones tan cuantiosas que la economía levantaría
vuelo sin que se vieran constreñidos a ajustar nada.
De tal manera, el gobierno de Macri cometió el mismo error
que tantos otros que, al iniciar su gestión, creyeron que el resto del mundo
estaría tan impresionado por su deseo de acatar las reglas internacionales, y
también por las riquezas naturales del país y la “calidad humana” de su
habitantes, que no titubearía en entregarle todo el dinero que pedía. Es
factible que, por un rato, las fantasías en torno a una “lluvia” de plata
fresca ayudaron al gobierno a consolidarse, pero a la larga tendrían
consecuencias negativas. Es que, algunos aventureros aparte, los inversores
importantes piensan más en la Argentina del año 2040 ó 2050 que en el país
actual. No quieren ser víctimas de un nuevo default que, tal y como están las
cosas, sería más que probable a menos que la clase política en su conjunto
logre eliminar de una vez el peligro planteado por la inflación.
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