Un texto de José
Ingenieros
La honestidad es una irritación; la virtud es una
originalidad. Solamente los virtuosos poseen talento moral y es obra suya
cualquier ascenso hacia la perfección; el rebaño se limita a seguir sus
huellas, incorporando a la honestidad trivial lo que fue antes virtud de pocos.
Y siempre rebajándola.
Hemos distinguido al delincuente del honesto. Insistimos en
que su honestidad no es la virtud; él se esfuerza por confundirlas, sabiendo
que la segunda le es inaccesible. La virtud es otra cosa. Es activa; excede
infinitamente en variedad, en derechez, en coraje, a las prácticas rutinarias
que libran de la infamia o de la cárcel.
Ser honesto implica someterse a las convenciones corrientes;
ser virtuoso significa a menudo ir contra ellas, exponiéndose a pasar como
enemigo de toda moral el que lo es solamente de ciertos prejuicios inferiores.
Si el sereno ateniense hubiera adulado a sus conciudadanos, la historia
helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no habría bebido la
cicuta; pero no sería Sócrates. Su virtud consistió en resistir los prejuicios
de los demás. Si pudiéramos vivir entre dignos y santos, la opinión ajena
podría evitarnos tropiezos y caídas; pero es cobardía, viviendo entre
atartufados, rebajarse al común nivel por miedo a atraer sus iras. Hacer como
todos puede implicar avenirse a lo indigno; el proceso moral tiene como
condición resistir al común descanso y adelantarse a su tiempo, como cualquier
otro progreso.
Si existiera una moral eterna -y no tantas morales cuantos
son los pueblos- podría tomarse en serio la leyenda bíblica del árbol cargado
de frutos del bien y del mal. Sólo tendríamos dos tipos de hombres: el bueno y
el malo, el honesto y el deshonesto, el normal y el inferior, el moral y el
inmoral. Pero no es así. Los juicios del valor se transforman: el bien de hoy
puede haber sido el mal de ayer, el mal de hoy puede ser el bien de mañana. Y
viceversa.
No es el hombre moralmente mediocre -el honesto- quien
determina las transformaciones de la moral.
Son los virtuosos y los santos, inconfundibles con él.
Precursores, apóstoles, mártires, inventan formas superiores del bien, las
enseñan, las predican, las imponen. Toda moral futura es un producto de
esfuerzos individuales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican
perfecciones inaccesibles al hombre común. En eso consiste el talento moral,
que forja la virtud, y el genio moral, que implica la santidad. Sin estos
hombres originales no se concebiría la transformación de las costumbres:
conservaríamos los sentimientos y pasiones de los primitivos seres humanos.
Todo ascenso moral es un esfuerzo del talento virtuoso hacia la perfección
futura; nunca inerte condescendencia para con el pasado, ni simple acomodación
al presente.
La evolución de las virtudes depende de todos los factores
morales e intelectuales. El cerebro suele anticiparse al corazón; pero nuestros
sentimientos influyen más intensamente que nuestras ideas en la formación de
los criterios morales. El hecho es más notorio en las sociedades que en los
individuos. Ha podido afirmarse que, si resucitase un griego o un romano, su
cerebro permanecería atónito ante nuestra cultura intelectual, pero su corazón
podría latir al unísono con muchos corazones contemporáneos. Sus ideas sobre el
universo, el hombre y las cosas contrastarían con las nuestras, pero sus
sentimientos ajustaríanse en gran parte a las palpitaciones del sentir moderno.
En un siglo cambian las ideas fundamentales de la ciencia y la filosofía: los
sentimientos centrales de la moral colectiva sólo sufren leves oscilaciones,
porque los atributos biológicos de la especie humana varían lentamente. Nos
fuerzan a sonreír los conocimientos infantiles de los clásicos; pero sus
sentimientos nos conmueven, sus virtudes nos entusiasman, sus héroes nos
admiran y nos parecen honrados por los mismos atributos que hoy nos harían
honrarlos. Entonces, como ahora, los hombres ejemplares, aunque de ideas
opuestas, practicaban análogas virtudes frente a los hipócritas de su tiempo.
El fondo varía poco; lo que se transmuta incesantemente es la forma, el juicio
de valor que le confiere fuerza ética.
Hay, sin embargo, un progreso moral colectivo. Muchos
dogmatismos, que antes fueron virtudes, son juzgados más tarde como prejuicios.
En cada momento histórico coexisten virtudes y prejuicios; el talento moral
practica las primeras; la honestidad se aferra a los segundos. Los grandes
virtuosos, cada uno a su modo, combaten por lo mismo, en la forma que su
cultura y su temperamento les sugieren.
Aunque por distintos caminos, y partiendo de premisas
racionales antagónicas, todos se proponen mejorar al hombre: son igualmente
enemigos de los vicios de su tiempo.
Los virtuosos no igualan a los santos; la sociedad opone
demasiados obstáculos a sus esfuerzos. Pensar la perfección no implica
practicarla totalmente; basta el firme propósito de marchar hacia ella. Los que
piensan como profetas pueden verse obligados a proceder como filisteos en
muchos de sus actos. La virtud es una tensión real hacia lo que se concibe como
perfección ideal.
El progreso ético es lento, pero seguro. La virtud arrastra
y enseña; los honestos se resignan a imitar alguna parte de las excelencias que
practican los virtuosos. Cuando se afirma que somos mejores que nuestros
abuelos, sólo quiere expresarse que lo somos ante nuestra moral contemporánea.
Fuera más exacto decir que diferimos de ellos.
Sobre las necesidades perennes de la especie, organízanse
conceptos de perfección que varían a través de los tiempos; sobre las
necesidades transitorias de cada sociedad se elabora el arquetipo de virtud más
útil a su progreso. Mientras el ideal absoluto permanece indefinido y ofrece
escasas oscilaciones en el curso de siglos enteros, el concepto concreto de las
virtudes se va plasmando en las variaciones reales de la vida social; los
virtuosos ascienden por mil senderos hacia cumbres que se alejan, sin cesar,
hacia el infinito.
Cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana
engendra una virtud, una norma de talento moral. Hay filósofos que meditan
durante largas noches insomnes, sabios que sacrifican su vida en los
laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos,
altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su dignidad, madres que
sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre ignora
esas virtudes; se limita a cumplir las leyes por temor a las penas que amenazan
a quien las viola, guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de
perderla.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO III-IV –
LOS VALORES MORALES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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