Por Javier Marías |
Las únicas disculpas que se oyen, desde hace ya muchos
años, son genéricas y forzadas por un clamor, nunca espontáneas o motu proprio. Cuando un político o un personaje público
suelta unas declaraciones o unos tuits improcedentes, y mucha gente se enfurece
por ellos, sólo entonces el metepatas dice algo como esto: “Mis palabras eran
una broma, o fueron pronunciadas en un ambiente distendido y jocoso, o se me
calentó la boca y no supe refrenarme. Pido perdón a cualquiera que se haya
sentido ofendido por ellas”. Es decir, se presentan excusas más o menos
universales, y por lo tanto impersonales: “A cualquiera que…” Y únicamente
porque el ofensor está a punto de ser defenestrado por la indignación que ha
levantado.
En este país se dicen muchas cosas, sin cesar; la población es lenguaraz
y precipitada. Se lanzan acusaciones, se insulta, se hacen predicciones sobre
la conducta de otros, se vaticina lo que alguien va a decir o hacer. A menudo
se comprueba que las acusaciones eran infundadas, los insultos injustos y sin
base, las predicciones y los vaticinios errados. Se llama “fascista”,
“franquista”, “machista”, “misógino”, a cualquiera, simplemente porque esa
persona no da a los injuriadores la razón en todo, los critica o les opone
argumentos. Los argumentos nunca son contestados, se replica a ellos con el
denuesto y el agravio. Si queda demostrado que quien fue tildado de franquista
padeció persecución bajo Franco, o que quien lo fue de machista ha defendido en
numerosas ocasiones a las mujeres, nadie reconoce su error o su destemplanza,
jamás nadie se disculpa. Si ustedes se fijan, son incontables las entrevistas a
celebridades en las que éstas aseveran: “Yo no me arrepiento de nada”. A mí me
parece siempre una afirmación brutal, porque no conozco a nadie, en la vida
real, que no se arrepienta de un puñado de dichos o hechos. Las vidas suelen
ser lo bastante largas como para que uno lamente algunas cosas, bien que llevó
a cabo, bien que no se atrevió a llevar a cabo. ¿Por qué admitir eso en España
supone un enorme oprobio?
Hay centenares de
ejemplos, pero uno reciente fue el de la alcaldesa Colau tachando frívolamente
de “facha” al Almirante Cervera cuando lo desposeyó de su calle en la
Barceloneta para otorgársela a un cómico que —desde mi personal punto de vista—
maldita la gracia que tenía. (Espero que se me permita reírme con lo que me
hace gracia y no con lo que no me la hace; hoy en día ya no se sabe.) Un montón
de personas, incluidos varios descendientes de Cervera, le han salido al paso
señalándole que éste murió en 1909, mucho antes de que existiera el fascismo en
ningún sitio; que fue más bien liberal, y víctima de gobernantes irresponsables
que le ordenaron fracasar sin remedio durante la Guerra de Cuba.
¿Ha habido alguna
rectificación, matización o disculpa por parte de Colau, ha retirado su
improperio producto de la ignorancia y la demagogia? En absoluto. Ella, como la
mayoría de los españoles, es soberbia, y se considera tan infalible como hasta
hace poco lo era el Papa. Yo me pregunto por qué cuesta tanto reconocer: “Me he
pasado, he hablado atolondradamente; he sido injusto, me he excedido; retiro lo
dicho y me disculpo”.
No sé. Hace unos
días, mi ayudante ML-B debía enviarle por mail una nota a
CLM, la editora de Reino de Redonda, relativa a unos fallos observados por un
lector en la traducción de nuestro libro Los Papas. Era ya la
segunda vez que me advertía, y le comenté a ML-B cuán puntilloso era ese
lector. En la nota, ella convirtió “puntilloso” en “plasta”, y en vez de
enviársela a CLM, por error se la mandó al amable señor que se tomaba tantas
molestias. Me lo comunicó compungida (“Dimito, soy imperdonable”, me dijo).
Inmediatamente le escribimos otro mail al lector
pidiéndole disculpas, y aún no sé si nos las habrá aceptado. Comprendería que
no. Pero era lo mínimo y no cuesta nada. Al contrario, uno se siente
ligeramente aliviado del peso que lo agobia cuando ha sido grosero o injusto o
desabrido o ha metido la pata. En España casi nadie siente ese peso, por lo
visto. Los políticos, por desgracia, influyen más de lo que deberían en el
resto de la gente; también los periodistas, que si tratan indebidamente a
alguien durante meses, a lo sumo confiesan su falta una sola vez, y en letra
pequeña, o a veces nunca. Mientras eso no cambie, mientras la población siga
dedicada a arrojar venablos sin reflexión ni fundamento y jamás retirarlos,
España —con parte de Cataluña a la cabeza en los últimos tiempos, por cierto—
seguirá siendo un lugar habitado por individuos brutos e incivilizados.
© El País (España)
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