Por Guillermo Piro |
En la Argentina sigue usándose los telegramas para anunciar despidos, renunciar a labores
asalariadas, desafiliarse de un partido político, negarse a donar órganos ante
el Incucai y enviar los resultados parciales de las elecciones a las oficinas
de la Dirección Nacional Electoral. No sé a quién y con qué excusa se le podría
alguien ocurrir recurrir a un medio de comunicación tan anticuado y perimido,
pero lo cierto es que en algún momento habrá que adoptar la misma vía que la
francesa y decirle adiós, como llegado a cierto punto se le dice adiós a casi
todo.
Aunque creo que los franceses tienen alguna razón de más
para extrañar al telegrama, y es que a diferencia de nosotros tienen al menos
un caso en que fue usado con fines encomiables, como tomarle el pelo a un
amigo.
André Gide era un homosexual declarado y François Mauriac
uno reprimido, pero eso no evitó que fueran buenos amigos y que incluso se
admiraran mutuamente. Gide solía, cuando las ocupaciones se lo permitían,
escaparse a las playas de Marruecos o Argelia a solazarse en los brazos de
algún mancebo, y siempre –según él mismo lo confiesa en sus Diarios–, al
despedirse les recomendaba a sus muchachos que recordaran su nombre por si en
algún momento necesitaban abrirse camino en Francia, y decía llamarse François
Mauriac.
Pero no es de la divertida amistad entre Gide y Mauriac que
queremos hablar, sino de un telegrama. El 19 de febrero de 1951 Gide estaba muy
mal; la muerte, como suele decirse, “rondaba sus pasos” –nunca entendí esa
expresión, pero usémosla porque es bella y nada relacionado con la muerte
debería morir. Mauriac fue a visitarlo a su casa y lo encontró en la cama,
tremendamente débil y delgado, como esos cuerpos a los que el alma abandona de
a poco. Seguramente el Premio Nobel de Literatura 1947 y Mauriac intercambiaron
algunas palabras, pero la cosa no fue más allá de un par de preguntas de
circunstancia, alguna observación sobre el tiempo en París –no nevaba ese día,
pero hacía tanto frío que el agua hacía escarcha en la calle– y no mucho más
–Mauriac recibiría a su vez el Premio Nobel de Literatura al año siguiente.
Así que el futuro Premio Nobel volvió a su casa devastado.
Pocas horas después recibió un llamado telefónico del sirviente de Gide: André
acababa de pasar a la eternidad. Mauriac se derrumbó. Lloró por el amigo
muerto, por él mismo, por todos. Lloró tanto y tan desconsoladamente que
finalmente se quedó dormido en el sillón de la sala. A la mañana siguiente lo
despertó el timbre de la calle. Abrió la puerta y allí estaba el cartero,
extendiendo un telegrama en la mano. El telegrama estaba firmado por André Gide
y decía: “Infierno no existe STOP Jodé tranquilo STOP Avisale a Paul Claudel
STOP”.
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