Por James Neilson |
Acaso sueña con un golpe de suerte parecido
al boom de la soja y otras commodities que tanto benefició a Néstor Kirchner,
pero en tal caso le convendría recordar que, antes de producirse aquel milagro,
el país se había visto sometido a un ajuste extraordinariamente brutal que hizo
factible una etapa no muy larga de crecimiento rápido con superávits gemelos
que Cristina no pudo prolongar.
Desgraciadamente para el presidente Macri, la realidad
política, es decir, lo que la gente está dispuesta a soportar, acaba de chocar
contra la lamentable realidad económica como ha sucedido tantas veces en la aún
breve historia nacional. Aunque la Argentina dista de ser el único país en que
las expectativas populares se han alejado de las posibilidades genuinas, ya que
algo similar está provocando tensiones crecientes en América del Norte y
Europa, aquí la brecha es mucho mayor que en otras partes, motivo por el que el
país siempre figura entre los favoritos para ganar el campeonato mundial de
inflación. Es tan fuerte el deseo de los sectores dominantes de convencerse de
que la sociedad está en condiciones de darse ciertos lujos que a menudo el país
se asemeja a la rana de la fábula de Esopo que, para hacerse tan grande como un
buey, se hinchó hasta tal punto que explotó.
Desde hace ochenta años o más, la clase política nacional se
comporta como sí la Argentina fuera mucho más rica de lo que haría pensar la
evidencia. Para convivir con la disparidad creciente entre las pretensiones en
tal sentido de dicha clase y el país que efectivamente existe, sus líderes de
turno han probado suerte con distintas fórmulas.
Una, la populista, se basa en dar a entender que el país
está desempeñando un papel heroico en un gran drama cósmico e imaginar que la
mejor forma de solucionar problemas concretos es organizar protestas callejeras
multitudinarias. Por indignante que parezca a quienes prefieren cierta
racionalidad, las fantasías confeccionadas por demagogos e ideólogos
imaginativos pueden ayudar a hacer más tolerable la miseria en que viven
millones de familias.
Otra fórmula, la que se ensaya cuando mucha gente llega a la
conclusión de que desahogarse así sólo sirve para agravar todavía más la
situación del país, consiste en tratar de convencer al mundo de que por fin los
dirigentes políticos han sentado cabeza y que en adelante se esforzarán por
respetar las reglas imperantes en los países avanzados. Apuestan a que estos,
debidamente impresionados por el cambio así supuesto, darán al Gobierno
relativamente cuerdo que acaba de reemplazar a otro populista toda la plata que
necesita para perpetuar la ilusión de riqueza.
Es esta la opción elegida por Macri. A la luz de lo sucedido
en las semanas últimas, parece cada vez más probable que sufra el destino de
tantos otros intentos de “normalizar” el país sin violar los “derechos
adquiridos” de quienes podrían ocasionarle dificultades. Reza para que el Fondo
Monetario Internacional lo ayude en la misión imposible que ha emprendido. La
mayoría no comparte el optimismo que tanto el Presidente como los integrantes
más conspicuos de su equipo están procurando difundir. Sabe que pedirle algo al
Fondo es una noticia muy mala.
Puede que la reacción pavloviana de muchos frente al regreso
del Fondo se haya inspirado en la noción poco seria de que sea una institución
congénitamente maligna cuyos técnicos anteponen los números a la gente, pero es
comprensible que piensan así ya que la experiencia les ha enseñado que sólo
aparece cuando el país se encuentra en graves apuros. Si bien por motivos
prácticos quienes manejan el Fondo han aprendido que cometerían un error si
pasaran por alto los factores políticos, saben que sería aún peor cohonestar
estrategias que, andando el tiempo, tendrían consecuencias desastrosas.
No es culpa del FMI que, una vez más, la Argentina está
pasando bajo las horcas caudinas. Tampoco lo es de Macri y, aunque el aporte de
Cristina y sus socios a lo que está ocurriendo a más de dos años de su salida
del poder ha sido enorme, sería escapista atribuir al gobierno kirchnerista
toda la responsabilidad por la incapacidad del país para adaptarse a lo que ha
sucedido en el mundo a partir de la Gran Depresión de los años treinta del
siglo pasado. Ya antes de aquella calamidad mundial, el país había comenzado a
estructurarse de tal manera que no le sería dado aprovechar las oportunidades
brindadas por el desarrollo, como hicieron tantos otros de cultura equiparable
en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, o soslayar las trampas
que se abrirían ante los tentados por el facilismo.
A esta altura, es evidente que el modelo al que el país se
ha acostumbrado ha dejado de ser viable. Como hace poco nos recordó el senador
peronista Miguel Ángel Pichetto, “acá hay 10 millones de personas que trabajan
y 17 millones que cobran un cheque del Estado”. Entre aquellos 17 millones
están 11 millones que reciben la Asignación Universal por Hijo. Es una locura,
claro está, pero dejar de pagarles lo que muchos precisan para sobrevivir y
todos ya toman por un derecho irrenunciable no podría sino desatar una tormenta
social y humanitaria de proporciones muy peligrosas. También dinamitaría el
proyecto oficial de seducir a los más pobres del conurbano bonaerense para que
pueda prescindir del apoyo de la franja de la clase media que creía que Macri
defendería sus intereses sectoriales y que, de sentirse agredida por los
tarifazos y la inflación, estaría dispuesta a castigarlo votando por
virtualmente cualquier alternativa. Puede entenderse, pues, la voluntad oficial
de aferrarse al “gradualismo” –mejor dicho, al asistencialismo–, aun cuando no
cuenten con los recursos necesarios.
No es ningún consuelo, pero a su modo la Argentina es un
país pionero, porque muchos otros gobiernos se ven frente a los mismos dilemas.
En Europa y Estados Unidos, están procurando reducir los costos de programas
sociales que se instalaron cuando las circunstancias eran propicias pero que,
en la actualidad, están resultando antieconómicas. Si bien los cambios
demográficos han sido mucho menos negativos en la Argentina que en los países
aún ricos que están envejeciendo a una velocidad alarmante, aquí también
propende a ampliarse la diferencia entre una minoría menguante que está en
condiciones de prosperar en el mundo feliz posibilitado por una serie de
revoluciones tecnológicas y la mayoría que ha visto estancarse o disminuir sus
ingresos.
Tal y como están las cosas, abundan los motivos para prever
que el futuro de buena parte de la clase media norteamericana y europea se
parezca mucho al presente de la argentina, de ahí la irrupción de Donald Trump
en Estados Unidos y el auge de movimientos habitualmente calificados de
derechistas, como la Liga italiana, en casi todos los países de Europa. No
extrañaría, pues, que el eventual fracaso del “gradualismo” de Cambiemos
provocara el reordenamiento del tablero político o que peronistas “racionales”
como Pichetto y Juan Manuel Urtubey terminaran asumiendo posturas que, según la
geometría ideológica convencional, los ubicaría bien a “la derecha” de Macri,
ya que la alternativa sería resignarse a que el país se hundiera en el caos.
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