Por Fernando Laborda
Mientras el temblor cambiario sacude a los argentinos y
buena parte de la dirigencia política y sindical se escandaliza ante el pedido
de ayuda al FMI y su potencial imposición de un mayor ajuste y una reforma
laboral que juzga inaceptable, cada día llegan en promedio al país 363
inmigrantes venezolanos, que huyen del hambre, la inseguridad, las
persecuciones ideológicas y la ausencia de libertades del régimen de Nicolás
Maduro.
La gran mayoría de ellos obtiene rápidamente un empleo, a tal punto que
en las últimas semanas se viralizó en redes sociales una frase que, más allá de
sus matices despectivos hacia una porción de la sociedad, obliga a la
reflexión: "Los venezolanos que llegan consiguen laburo en un día. Los piqueteros
hace 15 años que no consiguen trabajo".
Estadísticas oficiales que datan de 2015 señalan que el
11,3% de la población económicamente activa está formada por inmigrantes y que
este segmento se caracteriza por un menor nivel de desempleo que la población
nativa, aunque su tasa de informalidad asciende al 52,9% y supera el promedio.
Sería un error considerar simplemente que todos los venezolanos -y también los
colombianos- que se han radicado legalmente en la Argentina hayan conseguido
emplearse por aceptar trabajar en negro. Son muchos los que están debidamente
registrados, más allá de importantes profesionales y técnicos como los que
requiere la industria petrolera. El rasgo que los diferencia de no pocos
trabajadores argentinos que no pueden insertarse en el mercado laboral es su
mejor nivel educativo, su respeto y agradable trato, y particularmente, su
mayor flexibilidad y disposición a trabajar durante jornadas más largas.
Esta situación interpela a la sociedad argentina. Al margen
del trabajo informal, derivado muchas veces de impuestos al trabajo que hacen
que por cada 100 pesos de sueldo de un trabajador, este solo lleve a su
bolsillo entre 70 y 80 pesos, y el empleador termine pagando más de 150, la
conclusión es que hay trabajo y es ocupado por extranjeros antes que por
argentinos. Podrá decirse que es un fenómeno propio de muchos países del mundo.
Pero el mercado argentino tiene otras particularidades. Entre ellas, cierta
resistencia de algunos compatriotas que prefieren el confort de un subsidio
estatal a desempeñarse en la actividad privada con cada vez mayores exigencias.
En un informe sobre la Argentina dado a conocer en diciembre
pasado, el FMI puntualizó que nuestro país "tiene instituciones y
regulaciones laborales muy rígidas" y que "las presiones para que se
modernice la legislación laboral se han incrementado, dadas las recientes
reformas aprobadas en Brasil". Una lectura de sus recomendaciones permite
inferir que el organismo al que ahora el gobierno de Mauricio Macri ha acudido
en busca de un crédito stand-by aprueba el proyecto oficial de reforma laboral
que duerme en el Congreso, pero es partidario de una mayor flexibilización en
las relaciones del trabajo.
La reforma laboral aprobada en Brasil a mediados del año
pasado plantea una mayor libertad de contratación y la prevalencia de los
acuerdos individuales entre un trabajador y su empleador por sobre los
convenios colectivos por actividad. Crea la figura del trabajador autónomo
exclusivo, una suerte de monotributista que puede prestar servicios para un
único empleador sin estar ceñido a un vínculo laboral permanente. Autoriza la
posibilidad de una jornada laboral de 12 horas con 36 horas de descanso entre
dos jornadas y regula el teletrabajo. Reduce en un 30% el costo de las
indemnizaciones por despido y, para limitar juicios laborales, dispone que un
trabajador con un salario superior a los 2200 reales (unos 14.300 pesos argentinos)
deba probar que no puede afrontar el costo de una demanda para iniciarla
gratuitamente.
Se trata de reformas horribles para la cultura
proteccionista del trabajador que reina en la Argentina. Son reformas que, ni
por asomo, figuran en los planes del gobierno de Macri, cuya iniciativa más
cuestionada por el sindicalismo es la exclusión del aguinaldo, los premios y
los bonos del ingreso que se tomará como base para calcular la indemnización
por despido, y la creación de un fondo para el cese laboral.
Aunque les gustaría, es bastante probable que nuestros
interlocutores del FMI no le exijan al gobierno argentino una reforma laboral
como la brasileña. Entienden demasiado bien que si hasta ahora no se ha podido
avanzar mínimamente en el Congreso con un modesto proyecto cuyos pilares son un
blanqueo laboral y un nuevo sistema nacional de formación laboral continua,
sería casi imposible pensar en modalidades de contratación más flexibles o en
costos de despido mucho más acotados.
En ámbitos empresariales locales, sin embargo, se sostiene
que la presente crisis y el aumento del riesgo argentino obligan a pensar en
acelerar las reformas laborales. En un mundo donde los países compiten por
inversiones extranjeras en el sector productivo, cualquier decisión de Brasil o
de Chile, cuyo mercado de trabajo es también mucho más flexible, impacta en
nuestra economía, donde el empleo privado formal no ha crecido en los últimos
cinco años. El vicepresidente de la Unión Industrial Argentina, Daniel Funes de
Rioja, señala que el costo laboral de los trabajadores de convenio en México es
dos tercios menor que el de la Argentina, y el de Brasil, un tercio más barato.
Se suma a esa situación el hecho de que el siglo XXI ha
abierto la posibilidad de que un país pueda crecer económicamente sin que
aumente el empleo tradicional, en virtud de los cambios tecnológicos y la
robotización. Ante esa realidad, la mejor forma de proteger las fuentes de
trabajo no es una legislación laboral inflexible, sino la capacitación
permanente del trabajador, junto a normas que estimulen su contratación y
reduzcan impuestos al trabajo.
Así como el recálculo de las metas presupuestarias y de inflación
parece inminente, el Gobierno insiste en que ha recurrido al FMI para seguir
garantizando el gradualismo y evitar un ajuste mayor. Su discurso se contradice
con las propias definiciones que el organismo financiero brinda en su página
web al referirse a los créditos stand-by: "Cuando un país toma prestado
del FMI, acuerda ajustar sus políticas económicas para superar los problemas
que lo llevaron a buscar financiamiento". En palabras de Albert Einstein,
está sugiriendo que no podemos resolver problemas pensando de la misma manera
que cuando los creamos.
Gobernar es también explicar. Buena parte de la ciudadanía
no tomó nunca conciencia de la magnitud de la crisis económica heredada. Macri
es responsable de eso, tal vez por influjo de Jaime Durán Barba, para quien no
era bueno arrancar una gestión con malas noticias, ni pidiendo sangre, sudor y
lágrimas. Anteayer, Francisco Cabrera afirmó que "la crisis del dólar será
historia en pocos días" y la diputada Elisa Carrió urgió al campo a dejar
de retener la soja y a liquidar divisas. La frase del ministro de Producción ya
es comparada con la del recordado ministro de Economía del régimen militar
Lorenzo Sigaut en 1981: "El que apuesta al dólar pierde". Y la líder
de la Coalición Cívica ha sido equiparada al ministro de Economía Juan Carlos
Pugliese, quien en medio de la hiperinflación del gobierno de Alfonsín convocó
a empresarios a colaborar y terminó lamentando: "Les hablé con el corazón
y me contestaron con el bolsillo".
La crisis no se superará con la demagogia de dirigentes
opositores que critican la posibilidad de tomar créditos del FMI a tasas de
alrededor del 4% y que en la era kirchnerista aplaudían los préstamos de Hugo
Chávez al 15%. Tampoco, con más voluntarismo oficialista.
© La Nación
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