Por Loris Zanatta (*)
El pueblo es una categoría mítica". Eso dijo el papa
Francisco hace algún tiempo. Nunca entendí bien lo que quería decir. O tal vez
lo entendí tan bien que me asusta pensarlo. Francisco lo explicó así: "Para entender cuáles son los
valores de un pueblo, debemos entrar en el espíritu, el corazón, el trabajo, la
historia y el mito de su tradición".
Lo que se deduce de ello son tres
rasgos: el primero es que el pueblo es uno, una es su tradición, unánimes son
sus valores. El segundo es que el pueblo es un organismo natural y como tal es
superior a la suma de los individuos que lo forman: el todo es superior a la
parte, suele recordar el Papa. Como organismo, tiene "un corazón":
tiene personalidad moral. El tercer rasgo es que si uno es el pueblo, una su
historia, una su tradición, ¿qué será de quien no los comparta? El Papa es
hombre de fe, pero tiene sus matices. Afortunadamente, porque la idea mítica de
pueblo es la idea más ajena posible al pluralismo, que es la sal de la
democracia.
Recordé la frase del Papa al enterarme de la telenovela de
Pablo Iglesias, líder del partido político español Podemos, y su esposa, Irene
Montero, también dirigente, que compraron un costoso chalet de 600.000 euros.
¡Muy agradable, a juzgar por las fotos!
Mezclar al Papa con un chalet tal vez sonará grotesco, pero
es que la historia es grotesca. Lo que revela es que ellos también tienen una
idea mítica del pueblo. No me importa la compra en sí: dichosos ellos. Y dejo
de lado también la hipocresía, la doble moral: ¿qué más decir de quien se
absuelve a sí mismo por actitudes que condena en los demás? El aspecto
hilarante es la consulta de los militantes a su "pueblo". ¿Comprar un
chalet será digno de los "valores de este pueblo"? Ni Dios ni la
conciencia, es "el pueblo" el que decreta qué y quién es moral o
inmoral. El pueblo mítico absuelve y condena, es juez de vicios y virtudes. La
responsabilidad del individuo se arrodilla ante el "espíritu" del
pueblo. Ciertamente no pasa por la mente del Papa o de Iglesias, pero hay
pueblos que en nombre de su "historia" y su "tradición", de
su "corazón", encuentran moral exterminar infieles, infibular niñas,
imponer matrimonios, quemar viudas. Lindo mito, el del pueblo.
Esta idea mítica del pueblo retumba hoy en todas partes.
Todo está claro, dijo el líder de la Liga Norte de Italia: "Es el pueblo
contra las elites". No me suena nueva: "Seré el abogado del
pueblo", le hizo eco un amigo de Beppe Grillo. Escúchenlo a Nicolás
Maduro: en su pueblo mítico hay espacio incluso para Diego Maradona. ¿Maduro
hace pasar hambre a los venezolanos? ¿Maradona acaba de firmar un contrato
millonario en Bielorrusia? No importa: el pueblo purifica, el pueblo beatifica.
¿Hay mejor prueba de que el pueblo no son los pobres, sino que pobres son los
que el pueblo mítico define como tales? Maradona es pueblo; muchos venezolanos
hambrientos, no; Iglesias es pueblo a pesar de su hermoso chalet; muchos
españoles que no pueden ni soñar con una casa así no son considerados pueblo.
El pueblo es un mito, una abstracción. No será coincidencia
que Podemos haya reconocido su paternidad peronista: no porque sus líderes sean
peronistas o porque peronistas sean el Papa y todos los demás; no
trivialicemos. El punto es que todos ellos, peronismo incluido, son gemelos
diferentes, miembros de una misma familia histórica. Una familia que tiene su
inspiración en la idea de pueblo expresada con tanta inocencia por el Papa y
con tanto cinismo por Podemos.
El concepto mítico de pueblo que los une, aunque lo
desconozcan, es anterior y contrario al de la Ilustración: es el de un pueblo
sin individuos, un pueblo "ético" que pretende imponer sus valores
como moral colectiva; un pueblo que para defender su identidad puede estar
tentado de aplastar como una enfermedad a quienes considere que atenten contra
ella.
Podría ser que algo así funcione en una comunidad muy
homogénea. Pero ¿qué pasa con las sociedades modernas, fragmentadas y plurales?
El pueblo mítico de nuestro tiempo, el pueblo populista, es el heredero de esa
noción antigua. Evocando la historia, la naturaleza o la moral, se pretende
restaurar la unanimidad perdida o en peligro. La Inquisición y el gulag, el
lager y la guerra santa son sus hijos: todas esas persecuciones se hicieron en
nombre de la pureza moral de un pueblo mítico.
Esta visión es ajena a la idea de que el pueblo se base en
la "lógica", como se complace en decir el Papa. En otras palabras: es
ajena a la idea de que lo que llamamos "pueblo" sea un contrato
social garantizado por la Constitución; una convención racional, no un mito
natural. Ya sé que suena menos romántico y que no calienta los corazones. Pero
es lo mejor para garantizar que el todo no elimine las partes; para defender el
pluralismo y la libertad de los individuos.
Cuando el Papa, como en los últimos días, responde a
aquellos que lo acusan de ser comunista afirmando, con sorna, que él solo es
fiel al Evangelio, suena un poco superficial. Su definición de pueblo como
categoría mítica, a pesar de sus buenas intenciones, no difiere de la de los
populismos, comunismos y fascismos incluidos. Es un mito que ellos trasladaron
al plan secular: en la política, en la cultura, en la sociedad. No será
coincidencia que la historia de la Iglesia Católica esté llena de figuras que
en los fascismos se ilusionaron con ver resurgir la cristiandad perdida y con
muchas otras que repitieron hasta el cansancio que "el socialismo es el
orden social más cercano al Evangelio": no el socialismo democrático, sino
el cubano, venerado por tantos teólogos de la liberación.
Considerando el difundido miedo a la modernidad que lo
fragmenta todo, a la tecnología que lo hace todo tan rápido y a las migraciones
que todo lo mezclan, no es de extrañar que hoy haga estragos una cierta
nostalgia de unanimidad. La palabra sagrada que resuena en todas partes,
"pueblo", es el mejor síntoma. Los líderes de Podemos se han dirigido
a este pueblo mítico: al someterse al veredicto de sus compañeros no apelaron a
la ética de la responsabilidad, sino a la fe y la culpa. ¿Somos pecadores? Esta
fue, después de todo, su pregunta angustiada.
Pero si este es el caso, si no es su conciencia la que los
llama a la coherencia, sino la vox populi a establecer el veredicto, Iglesias y
Montero pueden dormir sueños tranquilos: el pueblo mítico los ha absuelto y
perdonado. Expiado el pecado, podrán volver a pecar y a pegarles a los
pecadores; nadie es más amoral que los moralistas: total, ¿a quién le puede
importar un chalet frente a tantas tragedias? Se creen que son posmodernos, son
lo más antiguo del mundo.
(*) Historiador, profesor de la Universidad de Bolonia
© La Nación
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