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miércoles, 30 de mayo de 2018

El concepto mítico de pueblo es un peligro para la democracia


Por Loris Zanatta (*)

El pueblo es una categoría mítica". Eso dijo el papa Francisco hace algún tiempo. Nunca entendí bien lo que quería decir. O tal vez lo entendí tan bien que me asusta pensarlo. Francisco lo explicó así: "Para entender cuáles son los valores de un pueblo, debemos entrar en el espíritu, el corazón, el trabajo, la historia y el mito de su tradición". 

Lo que se deduce de ello son tres rasgos: el primero es que el pueblo es uno, una es su tradición, unánimes son sus valores. El segundo es que el pueblo es un organismo natural y como tal es superior a la suma de los individuos que lo forman: el todo es superior a la parte, suele recordar el Papa. Como organismo, tiene "un corazón": tiene personalidad moral. El tercer rasgo es que si uno es el pueblo, una su historia, una su tradición, ¿qué será de quien no los comparta? El Papa es hombre de fe, pero tiene sus matices. Afortunadamente, porque la idea mítica de pueblo es la idea más ajena posible al pluralismo, que es la sal de la democracia.

Recordé la frase del Papa al enterarme de la telenovela de Pablo Iglesias, líder del partido político español Podemos, y su esposa, Irene Montero, también dirigente, que compraron un costoso chalet de 600.000 euros. ¡Muy agradable, a juzgar por las fotos!

Mezclar al Papa con un chalet tal vez sonará grotesco, pero es que la historia es grotesca. Lo que revela es que ellos también tienen una idea mítica del pueblo. No me importa la compra en sí: dichosos ellos. Y dejo de lado también la hipocresía, la doble moral: ¿qué más decir de quien se absuelve a sí mismo por actitudes que condena en los demás? El aspecto hilarante es la consulta de los militantes a su "pueblo". ¿Comprar un chalet será digno de los "valores de este pueblo"? Ni Dios ni la conciencia, es "el pueblo" el que decreta qué y quién es moral o inmoral. El pueblo mítico absuelve y condena, es juez de vicios y virtudes. La responsabilidad del individuo se arrodilla ante el "espíritu" del pueblo. Ciertamente no pasa por la mente del Papa o de Iglesias, pero hay pueblos que en nombre de su "historia" y su "tradición", de su "corazón", encuentran moral exterminar infieles, infibular niñas, imponer matrimonios, quemar viudas. Lindo mito, el del pueblo.

Esta idea mítica del pueblo retumba hoy en todas partes. Todo está claro, dijo el líder de la Liga Norte de Italia: "Es el pueblo contra las elites". No me suena nueva: "Seré el abogado del pueblo", le hizo eco un amigo de Beppe Grillo. Escúchenlo a Nicolás Maduro: en su pueblo mítico hay espacio incluso para Diego Maradona. ¿Maduro hace pasar hambre a los venezolanos? ¿Maradona acaba de firmar un contrato millonario en Bielorrusia? No importa: el pueblo purifica, el pueblo beatifica. ¿Hay mejor prueba de que el pueblo no son los pobres, sino que pobres son los que el pueblo mítico define como tales? Maradona es pueblo; muchos venezolanos hambrientos, no; Iglesias es pueblo a pesar de su hermoso chalet; muchos españoles que no pueden ni soñar con una casa así no son considerados pueblo.

El pueblo es un mito, una abstracción. No será coincidencia que Podemos haya reconocido su paternidad peronista: no porque sus líderes sean peronistas o porque peronistas sean el Papa y todos los demás; no trivialicemos. El punto es que todos ellos, peronismo incluido, son gemelos diferentes, miembros de una misma familia histórica. Una familia que tiene su inspiración en la idea de pueblo expresada con tanta inocencia por el Papa y con tanto cinismo por Podemos.

El concepto mítico de pueblo que los une, aunque lo desconozcan, es anterior y contrario al de la Ilustración: es el de un pueblo sin individuos, un pueblo "ético" que pretende imponer sus valores como moral colectiva; un pueblo que para defender su identidad puede estar tentado de aplastar como una enfermedad a quienes considere que atenten contra ella.

Podría ser que algo así funcione en una comunidad muy homogénea. Pero ¿qué pasa con las sociedades modernas, fragmentadas y plurales? El pueblo mítico de nuestro tiempo, el pueblo populista, es el heredero de esa noción antigua. Evocando la historia, la naturaleza o la moral, se pretende restaurar la unanimidad perdida o en peligro. La Inquisición y el gulag, el lager y la guerra santa son sus hijos: todas esas persecuciones se hicieron en nombre de la pureza moral de un pueblo mítico.

Esta visión es ajena a la idea de que el pueblo se base en la "lógica", como se complace en decir el Papa. En otras palabras: es ajena a la idea de que lo que llamamos "pueblo" sea un contrato social garantizado por la Constitución; una convención racional, no un mito natural. Ya sé que suena menos romántico y que no calienta los corazones. Pero es lo mejor para garantizar que el todo no elimine las partes; para defender el pluralismo y la libertad de los individuos.

Cuando el Papa, como en los últimos días, responde a aquellos que lo acusan de ser comunista afirmando, con sorna, que él solo es fiel al Evangelio, suena un poco superficial. Su definición de pueblo como categoría mítica, a pesar de sus buenas intenciones, no difiere de la de los populismos, comunismos y fascismos incluidos. Es un mito que ellos trasladaron al plan secular: en la política, en la cultura, en la sociedad. No será coincidencia que la historia de la Iglesia Católica esté llena de figuras que en los fascismos se ilusionaron con ver resurgir la cristiandad perdida y con muchas otras que repitieron hasta el cansancio que "el socialismo es el orden social más cercano al Evangelio": no el socialismo democrático, sino el cubano, venerado por tantos teólogos de la liberación.

Considerando el difundido miedo a la modernidad que lo fragmenta todo, a la tecnología que lo hace todo tan rápido y a las migraciones que todo lo mezclan, no es de extrañar que hoy haga estragos una cierta nostalgia de unanimidad. La palabra sagrada que resuena en todas partes, "pueblo", es el mejor síntoma. Los líderes de Podemos se han dirigido a este pueblo mítico: al someterse al veredicto de sus compañeros no apelaron a la ética de la responsabilidad, sino a la fe y la culpa. ¿Somos pecadores? Esta fue, después de todo, su pregunta angustiada.

Pero si este es el caso, si no es su conciencia la que los llama a la coherencia, sino la vox populi a establecer el veredicto, Iglesias y Montero pueden dormir sueños tranquilos: el pueblo mítico los ha absuelto y perdonado. Expiado el pecado, podrán volver a pecar y a pegarles a los pecadores; nadie es más amoral que los moralistas: total, ¿a quién le puede importar un chalet frente a tantas tragedias? Se creen que son posmodernos, son lo más antiguo del mundo.

(*) Historiador, profesor de la Universidad de Bolonia

© La Nación

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