Por Guillermo Piro |
Consideraciones más o menos lo llevan a descubrir, tarde,
que en realidad está triste porque él es hincha del equipo que acaba de ser
derrotado.
Galeano me juró y perjuró la vez que lo entrevisté que esa historia
era cierta. Puede ser. Yo creo en ella. O mejor dicho creí en ella años
después, cuando mi padre, hincha fervoroso de Boca Juniors, empezó a dedicar
sus domingos a llevar a sus nietos, hinchas de Independiente, a la cancha (un
modo lateral de garantizarles seguridad a ellos y tranquilidad a él y a mi
madre, que imaginando a sus nietos en medio de todos los disturbios pasaban unos
domingos horribles). Empezó a llevarlos a la cancha a ver a Independiente
cuando ellos tenían 15 y 12 años. Diez años después, mi padre se había vuelto
hincha fervoroso de Independiente, a una edad en que uno ya no cambia de cuadro
de fútbol (en realidad, no se cambia de cuadro de fútbol nunca, pero supongo
que la idea se entiende: la fuerza del amor no conoce fronteras).
Recordaba eso porque tarde, como siempre, descubrí que amo
los libros fotocopiados. La tendencia general lleva a darles a las fotocopias
un valor nulo, en poner de manifiesto su carácter transitorio, de emergencia; y
ese es su carácter, es cierto, pero noté el otro día que teniendo delante de mí
el libro que había leído fotocopiado tantas veces, pudiendo comprarlo y
reemplazarlo, preferí quedarme con la fotocopia. Fue una reacción que hasta a
mí me tomó por sorpresa, pero así fue. Era un libro de Alexander Lernet-Holenia
(Mayerling) que ni siquiera recuerdo cómo llegó a mis manos y pude fotocopiar,
pero que nunca más, en casi treinta y cinco años, volví a ver, o siquiera a
tener cerca. Y ahora había aparecido otra vez, lo que significaba sencillamente
pagarlo, llegar a casa, buscar las fotocopias anilladas y tirarlas a la basura.
Pero en ese momento supe, como se saben las cosas en los sueños, porque sí,
porque se saben, que esa operación no habría podido llevarla cabo hasta el
final. Podía comprar el libro (además era muy barato), podía llevarlo a casa,
eso era cierto, pero no menos cierto era que no habría podido buscar las
fotocopias anilladas y tirarlas a la basura.
La versión fotocopiada era la que yo había leído, tal vez
marcado (soy de marcar poco los libros, pero a veces sucede); era aquella a la
que legado el caso podía recurrir en busca de un pasaje e intuitivamente
buscarlo y encontrarlo en un tiempo más o menos breve; era la que me había acompañado
durante los últimos treinta y cinco años.
Nadie convivió conmigo treinta y cinco años, ni siquiera mis
padres. Caí en la cuenta de eso y de otras cosas. Por ejemplo, que tengo muchos
libros fotocopiados y que ya no puedo renunciar a ellos; ocupan dos estantes de
la biblioteca, y esos dos estantes sostienen las copias de lo mejor de la literatura
universal: Niels Klim descubre el fondo de la Tierra, de Ludvig Holberg; Poems
and Problems, de Nabokov; La fabrique du pré, de Francis Ponge; varios libros
en italiano de Juan Rodolfo Wilcock; la poesía completa de Héctor Murena; la
Topología cristiana de Cosmas Indicopleustes; una edición anotada por Giorgio
Petrocchi de La Divina Commedia...
Fotocopiar libros representa en términos culturales y
civilizatorios un avance mayor que comprar libros, que robarlos e incluso que
escribirlos. Nadie fotocopia un libro para no leerlo. Es algo que no me
atrevería a afirmar de la mayoría de los libros que se venden.
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