Por Fernando Savater |
China
Miéville, Los últimos días de Nueva París
El 31 de diciembre
de 1967, en su discurso de fin de año, el general De Gaulle auguró: “Saludo con
serenidad este año 1968”. Pero esa serenidad fue difícil de mantener, la
verdad. El año vino cargado con una sobredosis de acontecimientos casi mágicos,
aunque algunos de magia blanca —ilusionismo, más bien— y otros de magia negra.
La guerra de Vietnam alcanzó el máximo registrado de bajas norteamericanas;
fueron asesinados Martin Luther King y Robert Kennedy; el Apolo 8 fue la primera misión tripulada en salir
de la órbita terrestre y llegar hasta la órbita lunar (se vio por primera vez
el lado oculto de la Luna); en Praga se disfrutó de una primavera política que
los tanques rusos agostaron brutalmente luego; Guinea se independiza de
España...
A escala más personal, me acuerdo del triunfo de Massiel en Eurovisión
tras la polémica sobre si La, la, la era
catalán o castellano; los primeros crímenes de ETA; la inauguración en San
Sebastián de la librería Lagun que tan importante habría de ser en mi vida, y,
también en mi ciudad, la aparición de grandes estandartes con cruces gamadas en
la Avenida (entonces “de España” y luego “de la Libertad”, que en el País Vasco
significan lo mismo) porque rodaban La batalla de Inglaterra y
Donosti fue por un rato Berlín bajo los bombardeos aliados... Lo más mágico en
mi memoria, el triunfo contra todo pronóstico lógico de Tebas en el Gran Premio
de Madrid, llevando veinte kilos más de los que le correspondían oficialmente
para que pudiese montarle su propietario y entrenador, el incomparable duque de
Alburquerque.
Pero indudablemente
mencionar el año 68 significa para la mayoría el mes de mayo, la ciudad de
París y los estudiantes sublevados. Aunque la verdad es que hubo revueltas
estudiantiles también el resto de los meses, en California y en Tokio, en
Alemania o España tanto como en Italia, Polonia y México. Los rebeldes se
enfrentaron a situaciones políticas muy distintas, democráticas o dictatoriales,
corriendo también riesgos nada comparables: contusiones en París y Roma,
condenas a años de cárcel en Madrid o Varsovia, tiroteos asesinos en
Tlatelolco...
Abundan las crónicas que ofrecen una panorámica global del año famoso
(una muy completa es la de Ramón González Férriz, editada por Debate). Se ha
dicho hasta el hartazgo, con arrobo utópico o con malicia escéptica, que su
pretensión era cambiar el mundo, algo excesivamente ambicioso para unos
muchachos o quizá superfluo, porque el mundo cambia constantemente aunque no
siempre para bien. Los que concluyen que no cambió nada y los que sostienen que
ya nada fue igual deberían recordar la sabia respuesta del primer ministro
chino Chu En-lai cuando le preguntaron si en su opinión la Revolución Francesa
había tenido consecuencias positivas: “Aún es pronto para decirlo”.
A mí me parece que
las agitaciones del 68 no transformaron el mundo sino que fueron el síntoma
indudable de que el mundo ya había cambiado. Más que revolucionarlo todo,
sirvieron para desatascar lo rígido y autoritario que frenaba una mutación
social, tecnológica y económica de escala casi planetaria. Sin duda tuvieron
mucho de ideología convencional pero también un toque nuevo, característico,
que iba más allá de la consabida problemática de la izquierda contra la
derecha. El campo de batalla que inauguró el 68 (al menos en los países como
Francia, que ya disfrutaban de democracia) fue la transformación de la vida
cotidiana. Lo que se exigía no era un cambio en el Gobierno sino un cambio en
la forma de vivir, en el trabajo, en el sexo, en la enseñanza, en la
diversión... Eso se ve sobre todo en las pintadas en las paredes del Barrio
Latino, los célebres grafitis. Algunos se han repetido tanto que ya resultan
empalagosos, como pasa con coplas y refranes anónimos de la inventiva popular,
pero apuntan a cuestiones que los revolucionarios convencionales descuidan: no
a la toma del Palacio de Invierno, sino a la ventilación del dormitorio, el
despacho y el aula en que transcurre la mayor parte de nuestra vida. “Prohibido
prohibir”, “Amaos los unos sobre los otros”, “Bajo los adoquines está la
playa”... pero no “Abajo el capitalismo” o “Viva la guillotina”. En esos lemas
aparece el desterrado de las grandes revoluciones y de sus adversarios, tipo
Raymond Aron: el humor, a veces sutil y otras meramente chusco. Nadie carente
de humor debería hoy escribir ni a favor ni en contra de Mayo...
Por eso las referencias bibliográficas más ilustrativas sobre ese
movimiento (que no conocían más que una minoría) no son los textos
revolucionarios canónicos, sino obras marginales como los escritos sobre la
vida cotidiana de Henri Lefebvre o Eros y civilización de
Herbert Marcuse. En este último libro, a mi juicio el más interesante de su
autor, influyó decisivamente un clásico de finales del siglo XVIII que yo
recomendaría a quienes quieran ir más allá de los tópicos: Cartas sobre la educación estética de la humanidad, de Friedrich Schiller (hay nueva y
excelente traducción de Eduardo Gil Bera en Acantilado). Ahí podemos aprender
que “la fórmula victoriosa se halla a la misma distancia de la uniformidad que
de la confusión” y que “el hombre sólo juega cuando es humano en la acepción
plena del término y sólo es plenamente humano cuando juega”.
Para quienes
adquirimos nuestra conciencia política individualista, hedonista y lúdica
(también ingenua) en aquellos días, la mejor noticia fue que se podía ser
progresista sin carnet del partido comunista o similares. Hoy veo que la
ventaja que tenemos quienes nunca fuimos comunistas es que no necesitamos ahora
perder energías en aspavientos derechistas para probar que ya no lo somos. Por
cierto, algunos tratan de ridiculizar el progresismo diciendo que busca el
paraíso en la tierra. Eso sí que es una ridiculez: el progresista sabe que
nacemos rodeados de males y que moriremos rodeados de males también, pero
aspira a que los males del final no sean los mismos o peores que los del
principio.
Cuando se pregunta
“¿qué queda del 68?” sólo se me ocurre responder que quedamos algunos, muchos
menos ya desde luego que quienes lo invocan o lo maldicen. Y en cada uno de
nosotros tuvo efectos distintos: tampoco la Virgen hace siempre milagros y cura
a todos los que van a Lourdes. De los votos pintados en los muros de París
aquel Mayo lejano, mi preferido (después del encomiable y poco respetuoso
“Sartre, sé breve”) es este: “No quiero morir idiota”. Yo estoy casi a punto de
conseguirlo, pero compruebo con pena que muchos de mi edad y sobre todo más
jóvenes han dejado prematuramente de intentarlo.
© El País (España)
0 comments :
Publicar un comentario