Por Fernando Laborda
Mientras buena parte de los argentinos miraban las pizarras
de las casas de cambio y veían cómo el dólar trepaba hasta 23 pesos, el jueves
pasado, un alto funcionario de la Casa Rosada no podía disimular cierta
ambigüedad. Por un lado, aseguraba que la situación cambiaria era preocupante
aunque, a la vez, controlable.
Pero ofrecía también un indicador de la caída de
expectativas en que el volátil escenario ha sumido a quienes toman decisiones.
Para junio próximo, todo el gobierno nacional esperaba que el influyente banco
de inversión Morgan Stanley mejorara la calificación de la Argentina desde la
categoría de economía de frontera a la de economía emergente, una posición que
el país había perdido desde que la gestión de Cristina Kirchner impuso el cepo
cambiario. El tan esperado ascenso, que habilitaría a importantes inversores
institucionales a incluir en sus portafolios acciones y bonos argentinos y
sería una clara señal de confianza en el país, se vio postergado el año pasado
ante la duda de la calificadora de riesgos de que las reformas impulsadas por
Mauricio Macri fueran irreversibles. Y hoy, después del cimbronazo cambiario
local y de las dudas políticas por el probable triunfo parlamentario de la
oposición en la cuestión de las tarifas, nadie puede asegurar que la Argentina
vaya a mejorar su calificación en lo inmediato.
La volatilidad de la política argentina sorprende a propios
y extraños. Hasta hace menos de dos meses, se discutía quién podía acompañar a
Macri en la fórmula presidencial en 2019 y hasta se tejían conjeturas sobre si
su sucesor en 2024 podría ser María Eugenia Vidal, Marcos Peña u Horacio
Rodríguez Larreta. Lejos de quienes se encandilaban con la luz de un fósforo,
ahora apenas se debate cómo llegar a octubre del año próximo.
El economista y titular del Banco Nación durante la primera
parte de la administración macrista, Carlos Melconian, bautizó como Plan
Perdurar la estrategia del Gobierno para retener el poder el año próximo. Lo
caracteriza como un triángulo equilátero con un vértice político, uno
financiero y otro económico, que básicamente requiere un peronismo dividido y
desdibujado, que el país consiga unos 30 mil millones de dólares anuales para
financiarse y el cumplimiento de modestas metas de crecimiento económico y
descenso de la inflación, sin esperar reformas más profundas. Aunque no hay
funcionarios macristas que admitan públicamente la existencia de este plan, no
faltan referentes entre los aliados de Macri en Cambiemos que comparten el
esquema de análisis de Melconian. De hecho, ayer, Elisa Carrió se preocupó por
afirmar que el único temor de los inversores es el retorno del kirchnerismo al
poder.
La explicación de la diputada Carrió no es tirada de los
pelos, pero resulta incompleta. Los inversores también esperan una
previsibilidad económica que no solo será garantizada por el freno a una fuerza
política antimercado, sino también por políticas que apunten a bajar los costos
de las empresas más rápidamente. En especial, cuando un informe del Banco
Mundial da cuenta de que la Argentina es el país con la mayor presión
impositiva sobre las empresas detrás de Comoras, archipiélago africano que se
independizó de Francia en 1975 y, desde entonces, sufrió una veintena de golpes
de Estado y tiene a más de la mitad de su población bajo la línea de pobreza.
En las expresiones de la legisladora subyace también una
debilidad del oficialismo. Parecería que Cambiemos debe sostener
permanentemente al fantasma del kirchnerismo para seguir recibiendo el apoyo de
la opinión pública. Ha habido, igualmente, un dato político, como la
posibilidad de que la oposición se una en el Congreso para boicotear el plan
tarifario del Gobierno, que sí ha despertado inquietud en los inversores, por
el costo fiscal que tendría para las arcas del Estado. Pero no es ese el
principal obstáculo para el Plan Perdurar, más allá del costo político que
pagaría el Poder Ejecutivo ante la fuerte probabilidad de que recurra al veto.
Desde el punto de vista financiero, tras la suba de las tasas en Estados
Unidos, conseguir dólares para cerrar las cuentas públicas será cada vez más
costoso para Luis Caputo, en tanto que exprimir al mercado local, tras la reciente
decisión del Banco Central de llevar las tasas al 40% para frenar la estampida
del dólar, también resultaría oneroso hasta para la esperada reactivación de la
economía.
Ciertos voceros de la oposición y del club del helicóptero,
que nunca ha dejado de existir, buscan mostrar lo sucedido en los últimos días
con el salto del dólar como un remix de la crisis política y socioeconómica de
2001. Deberán tener en cuenta que si bien la imagen de la gestión macrista ha
caído en la opinión pública, también la sociedad argentina castiga el
oportunismo y, mucho más aún, el golpismo. No es el peronismo precisamente
quien está en mejores condiciones de prometer tickets para el arca de Noé.
El Gobierno deberá hacerse cargo de sus dificultades de
coordinación. Para no pocos analistas económicos, fue un error exhibir, el 28
de diciembre, al presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, casi como
un subordinado al jefe de Gabinete, Marcos Peña, cuando se anunció la
"calibración" de las metas inflacionarias y, en contra del criterio
del titular de la entidad monetaria, se sugirió que las tasas de interés debían
empezar a bajar. Cuatro meses después, aquella "calibración" dio
lugar a una "recalibración" por mandato de la realidad. Con niveles
de tasas que pasaron del 27 al 40%, las autoridades esperan domar al mercado
cambiario y aguardan con tensa calma el proceso de renovación de Letras del
Banco Central (Lebac) por más de 600.000 millones de pesos, equivalentes a
alrededor del 60% de la base monetaria. Aspiran a que la codicia venza al miedo
de los inversores. Pero será una estrategia de patas cortas si no se aprovecha
el momento para atacar los problemas de fondo, que no son otros que el déficit
del sector público y un endeudamiento externo orientado a mantener un Estado
gigantesco e ineficiente antes que a financiar su necesaria reestructuración.
Otra cuestión que deberá abordar el Presidente radica en los
intríngulis que depara la relación entre el oficialismo y la oposición, y entre
el Gobierno y sus socios de Cambiemos. Dirigentes respetados en el macrismo,
como el radical Jesús Rodríguez, han señalado la necesidad de abandonar la idea
de que el diálogo político es sinónimo de debilidad o de transacciones
espurias. Pero también es cierto que algunas negociaciones a las cuales el
oficialismo se vio forzado para la sanción de determinadas leyes reportaron muy
malas cosechas. Es el caso del impuesto a la renta financiera, aprobado pese a
la resistencia original de Macri como una concesión a Sergio Massa, a dirigentes
peronistas y hasta a algunos de la coalición oficialista. Muchas voces
alertaron con acierto que esa medida, lejos de tener un efecto redistributivo,
alejaría a ahorristas y encarecería el crédito. Su aplicación para los
inversores no residentes a partir del 1° de mayo -justo cuando la Reserva
Federal de los Estados Unidos aumentaba las tasas- no hizo más que acelerar la
crisis cambiaria. No es lógico que un Estado que requiere y mendiga fondos para
financiar sus gastos les ponga impuestos especiales a quienes le prestan plata,
y menos aún en un contexto internacional desfavorable. No es lógico tampoco que
vivamos desentendiéndonos de las causas profundas de nuestros problemas y
escandalizándonos con sus consecuencias.
© La Nación
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