Mauricio Macri ante el desafío de la compleja crisis argentina. |
Vista desde un dron, la escena que ofrecía esta semana la
Casa Rosada era similar a la de los campos de batalla después de una intensa
refriega. Gestos serios, heridas políticas, instrumental destruido. La primera
semana sin la presión indescifrable de la corrida cambiaria dejó espacio para
que los protagonistas claves del oficialismo se preguntaran con más calma qué
les pasó, cómo quedaron envueltos en la crisis más severa desde que asumieron
y, fundamentalmente, cómo salir de ella.
La teoría de la "tormenta perfecta" que se dio por
la confluencia de factores externos y domésticos no alcanza para disimular la
sensación de profunda fragilidad que volvió a exhibir el sistema económico, y
también el político. En todo caso explica cómo se disparó la crisis, pero no la
situación estructural que permitió que la Argentina fuera el país que más
sufrió el cambio de contexto global, junto con Turquía. Y eso a Mauricio Macri
le dejó la preocupación inevitable de saber que puede volver a pasar. Uno de
sus ministros que más tiempo pasa con él admitió que el Presidente "quedó
golpeado" y que por eso, pese a no ser afecto a realizar cambios, esta vez
movió las piezas. "Está claro que no quedó conforme con cómo se estaban
haciendo las cosas. Por eso también es probable que haga más
modificaciones", completó.
En las reuniones que hubo esta semana en las distintas mesas
de coordinación se habló de hacer una revisión de las causales de la crisis.
Hubo autocrítica, pero no autoflagelación. La mirada más benévola planteó que
muchos sabían que iba a ocurrir un cimbronazo, pero no cuándo ni cómo. Eso
explicaría por qué Luis Caputo cubrió en enero la mayor parte de las
necesidades financieras y por qué el propio Macri venía exhibiendo en reserva
su inquietud por los niveles de endeudamiento. "Estábamos conduciendo con
niebla, pero no sabíamos cuándo se nos podía venir el camión encima",
graficó un asesor externo del Gobierno. La otra perspectiva, más descarnada,
admite que hubo total desprevención. "Estábamos manejando a manubrio
suelto", retrató uno de los integrantes de la mesa política para remarcar
que hubo un exceso de confianza en el manejo de la economía. Como se verá, las
crisis son grandes inspiradoras de explicaciones metafóricas.
Pero el problema mayor para el Gobierno no es que aún no
logró elaborar un diagnóstico convincente de la patología, sino que, como
consecuencia, aún no pudo desarrollar un protocolo de tratamiento. Por el
contrario, lo que se vio en estos días fue un estado de aturdimiento y
confusión inédito para el macrismo. Emergió por primera vez un clima de
desconfianza en el modelo económico y en la capacidad de sus propias fuerzas
para torcer el rumbo, la antítesis del "sí, se puede". Por eso en la
reunión del gabinete ampliado del jueves Macri insistió varias veces en la
palabra "convicción". Había sido preparado por el equipo que se
encarga del discurso tras percibir la necesidad de arengar a una tropa
desalentada.
En este contexto, se vieron medidas extrañas e inconexas.
Por ejemplo, el repentino giro para reclamar a los empresarios que no trasladen
a los precios el efecto de la devaluación, casi un desafío a la física
económica del país. En la Casa Rosada aún están sorprendidos por la amenaza de
María Eugenia Vidal de exponer los nombres de quienes aumenten los valores de
los alimentos, algo que enfureció a Francisco Cabrera. Macri no está muy
convencido de la estrategia, aunque comparte la indignación.
Algo similar ocurrió con el debate sobre el freno a la baja
de las retenciones al campo. Fue una de las medidas que analizó Nicolás Dujovne
para bajar el déficit, con el auspicio del ala política del Gobierno, pero
enfrentó la resistencia del ministro del área, Luis Etchevehere, y de las
entidades agropecuarias. Al final quedó desactivada, pero anticipó las
dificultades que tendrá el flamante coordinador económico para ajustar gastos.
En la primera movida debió ceder. El tema alteró a Macri, quien se tentó con la
posibilidad de ahorrar, pero que se resiste a incumplir una promesa que lo
expondría ante la mirada externa. Cavilaciones de un momento difícil.
Tampoco el reordenamiento del equipo ministerial convence a
los protagonistas, más allá de que todos reconocen que el susto sirvió para
limar diferencias y deponer soberbias. Ni las flamantes incorporaciones a las
mesas política y de coordinación piensan que se esté generando una nueva
dinámica en la toma de decisiones, más allá de la evidente corrosión que sufrió
Marcos Peña y su tridente. Menos aún visualizan a Dujovne como un auténtico
capitán económico. Lo que se vio en estos primeros días es un nuevo diseño
ministerial montado sobre el anterior, como piezas que no encastran del todo.
Por ejemplo, en el Gobierno afirman que el plan de recortes que Dujovne acuerde
con los nueve ministros que coordina deberá ser "elevado" a la
Jefatura de Gabinete, para que lo evalúen Peña, Mario Quintana y Gustavo
Lopetegui. Otra señal de confusión.
En el tembladeral, el Gobierno se aferró a algunas pocas
certezas. Una, el déficit fiscal es el objetivo más importante de esta nueva
etapa. Es el fin del "gradualismo gradualista". Dos, nadie más
hablará de metas de inflación, no solo porque fueron barridas por la realidad,
sino porque es la variable que están dispuestos a resignar con tal de que la
economía no se enfríe del todo. Tres, después de la firma del acuerdo con el
FMI se hará una amplia convocatoria a un pacto nacional de desarrollo, que aún
no tiene formato, pero que aspira a ser un llamado que exceda el debate sobre
el ajuste para hacerlo algo más seductor. Fuera de estos ítems, todo está en
discusión, aunque habrá que articular rápido un plan macroeconómico consistente
para presentarle al FMI.
Pero más allá de las urgencias del oficialismo, la crisis
dejó una consecuencia más profunda. Este año era, en las previsiones, el
primero en un lustro que reunía las condiciones ideales para desarrollar
políticas estructurales. Había un presidente consolidado en su poder y un
horizonte de doce meses sin campaña electoral. Era un año para gobernar y
sentar bases. Era la primera vez que Cambiemos tenía la posibilidad de lograr
un posicionamiento con valores propios y no con categorías relativas por
comparación con el kirchnerismo. Sin embargo, cuando aún no se llegó a la mitad
de 2018, el año está perdido. El presupuesto no sirve más y las condiciones
cambiaron drásticamente. El macrismo hizo un enorme aporte a la cultura
política del país al transparentar las deficiencias orgánicas de la economía
argentina, históricamente tapadas por anabólicos como la emisión monetaria.
Pero tiene el paciente a corazón abierto y parece no saber cómo operar.
Tampoco la oposición exhibe méritos para tomar el bisturí.
El kirchnerismo bate el parche contra el FMI sin elaborar una propuesta más
sofisticada para volver al poder. Y el peronismo cartesiano no sabe cómo
despegarse de los coletazos de la crisis sin parecer indolente. Su desconcierto
se evidenció esta semana en el Senado con el tema de las tarifas, donde se vio
un divorcio extraño entre los gobernadores del PJ y el bloque de Miguel Ángel
Pichetto. Mientras Juan Manuel Urtubey le daba letra al Gobierno con una baja
del IVA, Rodolfo Urtubey, su hermano, firmaba bajo protesta el dictamen de freno
a las tarifas que Macri prometió vetar. Otra metáfora.
El problema es mucho más grave que la pasajera
desorganización de Cambiemos. La crisis evidencia las limitaciones del sistema
político para resolver una Argentina cada vez más compleja.
© La Nación
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