domingo, 27 de mayo de 2018

Desconcierto en la cúspide del poder

Mauricio Macri ante el desafío de la compleja crisis argentina.
Por Jorge Liotti

Vista desde un dron, la escena que ofrecía esta semana la Casa Rosada era similar a la de los campos de batalla después de una intensa refriega. Gestos serios, heridas políticas, instrumental destruido. La primera semana sin la presión indescifrable de la corrida cambiaria dejó espacio para que los protagonistas claves del oficialismo se preguntaran con más calma qué les pasó, cómo quedaron envueltos en la crisis más severa desde que asumieron y, fundamentalmente, cómo salir de ella.

La teoría de la "tormenta perfecta" que se dio por la confluencia de factores externos y domésticos no alcanza para disimular la sensación de profunda fragilidad que volvió a exhibir el sistema económico, y también el político. En todo caso explica cómo se disparó la crisis, pero no la situación estructural que permitió que la Argentina fuera el país que más sufrió el cambio de contexto global, junto con Turquía. Y eso a Mauricio Macri le dejó la preocupación inevitable de saber que puede volver a pasar. Uno de sus ministros que más tiempo pasa con él admitió que el Presidente "quedó golpeado" y que por eso, pese a no ser afecto a realizar cambios, esta vez movió las piezas. "Está claro que no quedó conforme con cómo se estaban haciendo las cosas. Por eso también es probable que haga más modificaciones", completó.

En las reuniones que hubo esta semana en las distintas mesas de coordinación se habló de hacer una revisión de las causales de la crisis. Hubo autocrítica, pero no autoflagelación. La mirada más benévola planteó que muchos sabían que iba a ocurrir un cimbronazo, pero no cuándo ni cómo. Eso explicaría por qué Luis Caputo cubrió en enero la mayor parte de las necesidades financieras y por qué el propio Macri venía exhibiendo en reserva su inquietud por los niveles de endeudamiento. "Estábamos conduciendo con niebla, pero no sabíamos cuándo se nos podía venir el camión encima", graficó un asesor externo del Gobierno. La otra perspectiva, más descarnada, admite que hubo total desprevención. "Estábamos manejando a manubrio suelto", retrató uno de los integrantes de la mesa política para remarcar que hubo un exceso de confianza en el manejo de la economía. Como se verá, las crisis son grandes inspiradoras de explicaciones metafóricas.

Pero el problema mayor para el Gobierno no es que aún no logró elaborar un diagnóstico convincente de la patología, sino que, como consecuencia, aún no pudo desarrollar un protocolo de tratamiento. Por el contrario, lo que se vio en estos días fue un estado de aturdimiento y confusión inédito para el macrismo. Emergió por primera vez un clima de desconfianza en el modelo económico y en la capacidad de sus propias fuerzas para torcer el rumbo, la antítesis del "sí, se puede". Por eso en la reunión del gabinete ampliado del jueves Macri insistió varias veces en la palabra "convicción". Había sido preparado por el equipo que se encarga del discurso tras percibir la necesidad de arengar a una tropa desalentada.

En este contexto, se vieron medidas extrañas e inconexas. Por ejemplo, el repentino giro para reclamar a los empresarios que no trasladen a los precios el efecto de la devaluación, casi un desafío a la física económica del país. En la Casa Rosada aún están sorprendidos por la amenaza de María Eugenia Vidal de exponer los nombres de quienes aumenten los valores de los alimentos, algo que enfureció a Francisco Cabrera. Macri no está muy convencido de la estrategia, aunque comparte la indignación.

Algo similar ocurrió con el debate sobre el freno a la baja de las retenciones al campo. Fue una de las medidas que analizó Nicolás Dujovne para bajar el déficit, con el auspicio del ala política del Gobierno, pero enfrentó la resistencia del ministro del área, Luis Etchevehere, y de las entidades agropecuarias. Al final quedó desactivada, pero anticipó las dificultades que tendrá el flamante coordinador económico para ajustar gastos. En la primera movida debió ceder. El tema alteró a Macri, quien se tentó con la posibilidad de ahorrar, pero que se resiste a incumplir una promesa que lo expondría ante la mirada externa. Cavilaciones de un momento difícil.

Tampoco el reordenamiento del equipo ministerial convence a los protagonistas, más allá de que todos reconocen que el susto sirvió para limar diferencias y deponer soberbias. Ni las flamantes incorporaciones a las mesas política y de coordinación piensan que se esté generando una nueva dinámica en la toma de decisiones, más allá de la evidente corrosión que sufrió Marcos Peña y su tridente. Menos aún visualizan a Dujovne como un auténtico capitán económico. Lo que se vio en estos primeros días es un nuevo diseño ministerial montado sobre el anterior, como piezas que no encastran del todo. Por ejemplo, en el Gobierno afirman que el plan de recortes que Dujovne acuerde con los nueve ministros que coordina deberá ser "elevado" a la Jefatura de Gabinete, para que lo evalúen Peña, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui. Otra señal de confusión.

En el tembladeral, el Gobierno se aferró a algunas pocas certezas. Una, el déficit fiscal es el objetivo más importante de esta nueva etapa. Es el fin del "gradualismo gradualista". Dos, nadie más hablará de metas de inflación, no solo porque fueron barridas por la realidad, sino porque es la variable que están dispuestos a resignar con tal de que la economía no se enfríe del todo. Tres, después de la firma del acuerdo con el FMI se hará una amplia convocatoria a un pacto nacional de desarrollo, que aún no tiene formato, pero que aspira a ser un llamado que exceda el debate sobre el ajuste para hacerlo algo más seductor. Fuera de estos ítems, todo está en discusión, aunque habrá que articular rápido un plan macroeconómico consistente para presentarle al FMI.

Pero más allá de las urgencias del oficialismo, la crisis dejó una consecuencia más profunda. Este año era, en las previsiones, el primero en un lustro que reunía las condiciones ideales para desarrollar políticas estructurales. Había un presidente consolidado en su poder y un horizonte de doce meses sin campaña electoral. Era un año para gobernar y sentar bases. Era la primera vez que Cambiemos tenía la posibilidad de lograr un posicionamiento con valores propios y no con categorías relativas por comparación con el kirchnerismo. Sin embargo, cuando aún no se llegó a la mitad de 2018, el año está perdido. El presupuesto no sirve más y las condiciones cambiaron drásticamente. El macrismo hizo un enorme aporte a la cultura política del país al transparentar las deficiencias orgánicas de la economía argentina, históricamente tapadas por anabólicos como la emisión monetaria. Pero tiene el paciente a corazón abierto y parece no saber cómo operar.

Tampoco la oposición exhibe méritos para tomar el bisturí. El kirchnerismo bate el parche contra el FMI sin elaborar una propuesta más sofisticada para volver al poder. Y el peronismo cartesiano no sabe cómo despegarse de los coletazos de la crisis sin parecer indolente. Su desconcierto se evidenció esta semana en el Senado con el tema de las tarifas, donde se vio un divorcio extraño entre los gobernadores del PJ y el bloque de Miguel Ángel Pichetto. Mientras Juan Manuel Urtubey le daba letra al Gobierno con una baja del IVA, Rodolfo Urtubey, su hermano, firmaba bajo protesta el dictamen de freno a las tarifas que Macri prometió vetar. Otra metáfora.

El problema es mucho más grave que la pasajera desorganización de Cambiemos. La crisis evidencia las limitaciones del sistema político para resolver una Argentina cada vez más compleja.

© La Nación

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