Por Javier Marías |
“Como
las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es
todavía, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades. Pero
las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el
tirano, sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede
realizar mediante sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y
ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos en vez de buenos, o si
los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una
tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas,
ya que si bien no suele tener a su servicio penas tan graves, deja menos medios para escapar de ella, pues penetra mucho más en
los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por eso no
basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también la protección contra la tiranía de la opinión
y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por
medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como
reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el
desenvolvimiento, a impedir la formación de individualidades originales y a
obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio”.
Pese a lo levemente
anticuado de léxico y sintaxis, parece que Stuart Mill esté hablando de
nuestros días y alertando contra un tipo de tiranía que, por ser de la sociedad
(vale decir “del pueblo”, “de la gente” o “de las creencias compartidas”), no
es fácil percibir como tal tiranía. “Si nuestra época piensa así”, parece
decirse a veces el mundo, “¿quién es nadie para llevarnos la contraria? ¿Quién
los políticos, que han de obedecernos? ¿Quién los jueces, cuyos fallos están
obligados a reflejarnos y complacernos? ¿Quién los periodistas y articulistas,
cuyas opiniones deben amoldarse a las nuestras? ¿Quién los pensadores” (esas
“personas reflexivas” de Mill), “que no nos son necesarios? ¿Quién los
legisladores, que deben establecer las leyes según nuestros dictados?”
Esta imposición de dogmas y “climas”, evidentemente, era ya perceptible
en 1859. Imagínense ahora, cuando existen unos medios fabulosos de
adoctrinamiento, conminación e intimidación, sobre todo a través de las redes
sociales. Pero ha llegado el momento de preguntarse si esas redes, que hoy se
toman por lo que antes era el oráculo, o la ley de Dios, no son tan
fantasmales y usurpables como la voz de este ser abstracto en cuyo nombre se
han cometido injusticias y atrocidades. Es muy sospechoso que en cuanto se
piden firmas para lo que sea (desde cambiar una ley hasta el nombre de una
calle), aparezcan millares en un brevísimo lapso de tiempo. No hay nunca
constancia de que quienes envían sus tuits no sean cuatrocientos gatos muy
activos que los repiten hasta la saciedad, los reenvían, los esparcen,
aparentando ser multitudes. Se sabe de la existencia de bots, es
decir, de programas robóticos que simulan ser personas y que inundan las redes
con una intoxicación o una consigna. Rusia es pródiga en su uso, así como
partidos políticos, sobre todo los populistas. En suma, detrás de lo que hoy se
considera la sacrosanta “opinión pública”, a menudo no hay casi nadie real ni reflexivo, sólo unos cuantos activistas
que saben multiplicarse, invadir el espacio y arrastrar a masas acríticas y
borreguiles.
Cualquier sociedad
es por definición manipulable, y en muy poco tiempo se le crean e inoculan
ideas inamovibles. Me quedé estupefacto el día de la famosa sentencia contra “La Manada”. No me cabe
duda de que esos cinco sujetos son desalmados y bestiales. Pero no se los
juzgaba por su catadura moral ni por su repugnante concepción de las mujeres,
sino por unos hechos concretos. Y me asombró que, nada más conocerse la
sentencia, millares de personas que no habían asistido al proceso ni habían
visto el vídeo que se mostró en él parcialmente, que no eran duchas en
distinciones jurídicas, supieran sin atisbo de duda cuáles eran el delito y la
pena debida. No digo que no tuvieran razón, los jueces yerran, y cosas peores.
Pero nadie contestaba lo más prudente: “Lo ignoro: carezco de datos, de
conocimientos y de pruebas, y por tanto no oso opinar”. Vi en pantalla a
políticos, tertulianos, ¡escritores y actores!, que afirmaban con rotundidad
saber perfectamente qué había ocurrido en un sórdido portal de Pamplona en
2016. Vuelvo a la cita de Mill: “La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus
propios decretos”. Una sociedad que hace eso, que prescinde de la justicia o
decide no hacerle caso, que pretende que prevalezca la de su fantasmagórica
masa, tiene muchas papeletas para convertirse en una sociedad opresora,
linchadora y tiránica.
© El País (España)
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