Por Carlos Ares (*) |
Con los cuerpos en pausa, la mirada en espera, abrazados a
nosotros, celebraríamos el aroma, la espuma del cortado, el aire diáfano y esos
cálidos rayos que ya se insinúan. Por una jornada más nos permitiríamos la
indolencia y la despreocupación propias de las vacaciones. El mensaje de los
días previos promovería la calma y el abandono de toda inquietud: “Día del
otoño: mañana también será ayer”.
Hacia el final del verano, en alguna playa desierta el guardia
nocturno cerraría una solitaria ducha pública alimentada con agua de mar. Una
gota por minuto continuaría cayendo exactamente hasta el último día. Los
canales de noticias destacarían móviles para dar testimonio a la audiencia del
“milagro” anual. El engorde y la caída de cada gota serían vistos por millones
de personas en todo el país y el conteo en reversa de las diez últimas podría
seguirse en una enorme pantalla colgada de la cima del Obelisco. Al llegar a
cero, la imagen explotaría en estrellitas y, sobre un fondo rojo, en letras de
imprenta blancas se anunciaría: ¡Estalló el otoño!
Las facturas interpersonales acumuladas vencerían en el
transcurso de ese día. Se darían por pagadas y cobradas. Las conversaciones o
tratos pendientes con personas que nos resulten desagradables se postergarían
hasta el próximo invierno. En las radios pasarían temas musicales alusivos que
remitan al sentido de lo que se conmemora. Iríamos por las calles cantando
Donde manda marinero, a coro con Andrés Calamaro: “No sé qué quiero pero sé lo
que no quiero/ sé lo que no quiero/ y no lo puedo evitar/ puedo seguir
escapando y aún lo estoy pensando/ lo estoy pensando pero estoy cansado de
pensar”.
A los adultos que superen el piso establecido en el proyecto
de ley para acceder al beneficio de asueto por Día del Otoño se les animará a
cumplir desde la mañana con una rutina física basada en altas dosis de fiaca y
bostezos, de brazos y piernas estirados sin orden alguno, con intermedios de
mate y bizcochitos para que se relajen los esfínteres y puedan disfrutar de un
día sereno, sin sentir molestos calambres o retortijones.
En lo que respecta a sentimientos y deseos, las personas
quedarían libradas a suerte y verdad. Un ciudadano argentino de cierta edad ya
ha vivido lo suficiente en este país como para tener derecho a no saber todavía
lo que carajo quiere, pero al menos debe estar convencido de lo que ya no
quiere. En el transcurso de los festejos por el Día del Otoño no estará
permitido alterar la calma con gritos o insultos a quienes se acusa de ser los
supuestos culpables de todo lo que nos pasa. Aun cuando se los mencione a modo
de ejemplo de lo que no se soporta más. En una silenciosa retrospección, cada
uno sabrá si tiene, o no, que hacerse cargo de algo.
Los jóvenes con edades por debajo del piso previsto harán su
vida normal, estudiando, trabajando, teniendo sexo lo más protegidos posible y
abrigados, o bajo una mantita porque ya comenzará a refrescar. Será tarea de
ellos compensar, con ganas, energía y actitud, la entrañable melancolía que por
un día disfrutarán solo los mayores.
De viralizarse la idea, todos juntos podremos encontrarnos
el próximo año en los bares que ofrezcan promociones el Día del Otoño. Quienes
se sientan solos por circunstanciales o definitivas pérdidas, recibirán
invitaciones, llamadas y mensajes solidarios de otoñales amigos que les
ayudarán a pasar el día y a comprender que, al fin, la “soledad” no es más que
eso: un poco de “sol” y un poco de “edad”.
(*) Periodista
© Perfil.com
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