Por Manuel Vicent |
La imprenta
fue un gran avance mecánico, pero de este ingenio conocíamos sus entrañas y
sabíamos cómo funcionaba. Hasta finales del siglo XX, toda la sabiduría de la
humanidad había sido grabada con estos instrumentos rudimentarios, a través de
los cuales se asomó al exterior el pensamiento de los filósofos, de los
científicos, de todos los creadores.
Pero hoy, las ideas que bajan desde el cerebro a la mano,
antes de aparecer en la pantalla, atraviesan una selva digital impenetrable,
llena de elfos electrónicos desconocidos, ante los cuales no hay sabio en este
mundo que no sienta complejo de inferioridad.
Esas criaturas cuánticas, invisibles, no siempre amigables,
imponen una servidumbre de paso, hasta el punto que son ellas las que marcan el
camino que debe seguir en adelante el cerebro humano.
El ordenador ya es en sí mismo una forma de pensar, de
crear, de imaginar. Y también de leer. Cuando con los ojos cerrados aspiramos
las páginas de un libro viejo su aroma nos lleva a la corteza de árbol, al
papiro, al pergamino, al punzón, a la pluma, a la linotipia, a una sabiduría
pegada a los sentidos; en cambio, las palabras electrónicas son líquidas y
emergen de una jungla virtual insondable.
Analógico o digital, un libro será siempre un tesoro, pero
no se sabe si la inteligencia robótica artificial un día será también
humanismo.
© El País (España)
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