Por Sergio Suppo
Los canales de noticias disfrutan las tardes en las que
transmiten tormentas en un vaso de agua. El martes pasado, durante horas,
reprodujeron los gritos, los forcejeos y las promesas de resistencia a la
intervención del peronismo. Una pequeña batalla sin importancia, frente a la
sede partidaria, que recién terminó por la noche. La Justicia, una vez más,
había intervenido la conducción nacional del PJ. Nada grave, casi una anécdota;
el peronismo siempre despreció las formalidades.
El viejo movimiento tiene problemas más serios que una
resolución judicial. El tiempo le está jugando en contra de su integración y de
su futuro, y le amenaza la subsistencia. El peronismo paga el precio de sus
gobiernos. Es más fuerte el reproche que la aprobación; es más consistente la
atribución de responsabilidades por los problemas que dejó que el
reconocimiento de sus logros. El balance está en rojo. Es una ley vital: tiene
tanto pasado que se le achicó el futuro.
No es, sin embargo, un momento inédito para el peronismo. En
1983, perdió su invicto electoral con el radicalismo de Raúl Alfonsín como un
reproche a su desastroso raid de violencia y descontrol que desembocó en el
golpe militar que derrocó a Isabel Perón. El caos que el peronismo trasladó a
toda la sociedad por su enfrentamiento interno, entre 1973 y 1976, quedó
oculto, pero no había sido olvidado cuando Alfonsín le ganó a Ítalo Luder, uno
de los protagonistas de los días en los que Perón moría y luchaban por
sucederlo personajes tan argentinos como Mario Firmenich y José López Rega.
Ese peronismo vivía de los recuerdos de la obra de su
fundador, edulcorada por su largo exilio y su regreso para despedirse en el
poder. Es una mención repetida pero cierta que en los años 60 muchos hijos de
familias antiperonistas se hicieron militantes de alguna fracción del PJ
atraídos por la épica de la proscripción.
En cambio, este peronismo padece por su propia herencia y
por la aplicación de recetas contrapuestas que ahora le limitan su capacidad de
oferta. Si la UCR entró en crisis luego de abandonar antes de tiempo dos veces
seguidas sus gobiernos, el peronismo ahora sufre por haberse quedado tanto
tiempo disfrutando del poder.
Descontada la gestión de la Alianza, que en esencia fue la
continuidad de la convertibilidad dejada por Carlos Menem y Domingo Cavallo,
sin traumas, el peronismo pasó de ejecutar un plan de centroderecha al
populismo con pretensiones de izquierda. Ese tránsito tan exitoso para
dirigentes que nunca dejaron de estar en el poder produce ahora dos
consecuencias difíciles de sobrellevar: la división de la clientela electoral y
el agotamiento de recetas económicas y políticas. Es así como resulta sencillo
encontrar votantes de Menem y del kirchnerismo que en 2015 giraron para votar a
Macri. Son hoy minoría los que desde 1983 no votaron nunca al peronismo en
alguna de sus variantes.
Aquel "peronistas son todos" que el ingenio de
Perón instaló como un retrato político, medio siglo atrás, tal vez deba ser
reescrito con otro tiempo verbal. "Eran todos". Todo se gasta.
También las certezas.
©
La Nación
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