Por James Neilson |
Aunque los preocupados por lo que
está sucediendo en el resto del mundo no quieren lavarse las manos del Oriente
Medio, África y otras regiones en que se libran guerras atroces, tampoco están
dispuestos a intervenir de manera decisiva.
A su modo, son imperialistas morales; lamentan la
resistencia ajena a respetar los valores que imaginan deberían regir en la
“comunidad internacional” sin animarse a hacer mucho más. Pueden derribar
regímenes que son célebres por su crueldad, como los de Saddam Hussein y
Muammar Kaddafy, pero se niegan a administrar por mucho tiempo los territorios
que dicen haber liberado; en nombre de la democracia, prefieren dejar que los
sobrevivientes se las arreglen como puedan, lo que sólo beneficia a los más
feroces, comenzando con los yihadistas.
La irresponsabilidad principista así manifestada se debe a
factores internos. Los dirigentes políticos de los países más ricos y, en
teoría por lo menos, más poderosos, quieren resultados inmediatos; piensan en
términos de semanas, no de años o, lo que sería más realista, décadas.
Asimismo, para regocijo de sus enemigos, en Europa y América del Norte a muchos
les gusta rasgarse las vestiduras atribuyendo a sus antecesores la
responsabilidad por los horrores que a diario llenan las pantallas televisivas,
como si creyeran que los cartógrafos de un siglo atrás pudieron haberlos
impedido trazando las fronteras de forma diferente, pero los debates
apasionados en tal sentido nunca tienen consecuencias concretas.
En ocasiones, los tres países occidentales, Estados Unidos,
Francia y el Reino Unido, que aún están en condiciones de proyectar poder
militar más allá de sus propias fronteras, se movilizan para castigar a un
infractor que a su juicio ha cometido un delito aún peor que los que ya son
rutinarios. Es lo que acaban de hacer luego de un presunto ataque químico
contra los pobladores de la localidad siria de Duma por el régimen del dictador
Bashar al-Assad, pero saben que la advertencia no servirá para modificar el
curso de una guerra civil que ya ha durado más de siete años. Merced a la ayuda
de Rusia e Irán, Al-Assad está a punto de ganarla; el consenso es que procurar
prolongarla sería perverso.
Con todo, puede considerarse legítimo el pretexto que
aprovecharon Trump, Emmanuel Macron y Theresa May para asestar un golpe
simbólico al dictador sirio y su aliado ruso Vladimir Putin; a nadie le
convendría que se eliminara el tabú en contra del uso de armas químicas que ha
imperado desde la Primera Guerra Mundial. Para alivio de muchos, Putin no
reaccionó, como habían amenazado los voceros de Moscú, hundiendo algunos
destructores estadounidenses o disparando misiles contra una base militar
británica en Chipre. Se entiende; no es del interés de un país pobre como Rusia
correr demasiados riesgos.
De todos modos, para que las potencias occidentales
desempeñaran un papel menos pasivo en lo que, mal que les pese, ha resultado
ser su propio patio trasero y una fuente de una multitud de problemas, les
sería necesario hacer mucho más que asestar algunos rapapolvos balísticos a
quienes han aprendido a despreciarlas por su falta de espíritu guerrero. En el
mundo musulmán que se extiende desde el Océano Atlántico y el Mar de China, son
muchos los que, con razón o sin ella, creen estar asistiendo al ocaso
definitivo del Occidente que en su opinión es decadente, materialista y
estéril.
Puede que exageren, pero no se equivocan por completo cuando
comparan el pacifismo de la generación actual de líderes con la belicosidad de
sus antepasados recientes. Es que, para muchos norteamericanos influyentes y
casi todos los europeos, la implosión de la Unión Soviética mostró que en última
instancia, lo que llaman “el poder blando” – la producción de cantidades
enormes de bienes de consumo, una cultura popular comercializada muy seductora,
etcétera – valía mucho más que el “poder duro” de tiempos menos esclarecidos.
No se les ocurrió a quienes festejaban el triunfo asombrosamente pacífico sobre
“el imperio del mal” que en otras partes del planeta la soberbia, compartida
por progresistas y conservadores, así reflejada se vería resistida por elites
comprometidas con valores tradicionales que son radicalmente distintas.
Para los islamistas, los nacionalistas chinos, sus
equivalentes rusos y otros, el pacifismo bien intencionado de occidentales tan
confiados en la superioridad a su parecer indiscutible de su propia cultura que
suponían que se impondría en todas partes sin que tuvieran que hacer nada más
que esperar, es un síntoma de debilidad. Con cinismo apenas disimulado, pronto
aprendieron a sacar provecho de las divisiones propias de sociedades
democráticas al fingir tomar muy pero muy en serio toda la retórica de moda en
torno a los derechos humanos, las leyes internacionales y la dignidad de las
personas para usarlos en contra de los países más avanzados, de ahí el
protagonismo de dictaduras como Arabia Saudita, Sudán y Cuba en las comisiones
formadas por Naciones Unidas a fin de defenderlas.
Para indignación de muchos progresistas, Trump no quiere
permitir que la ONU siga siendo un foro dominado por quienes se dedican a
vapulear a Estados Unidos e Israel, pasando por alto el comportamiento de otros
países, en especial los islámicos. Puede que las advertencias en tal sentido
formuladas por la embajadora estadounidense Nikki Haley ante la ONU hayan
impresionado a algunos delegados, pero en el clima imperante, cualquier
iniciativa del gobierno de Trump suele motivar el repudio de miembros
destacados de la “comunidad internacional” aun cuando se trata de una que, en
otras circunstancias, muchos encontrarían razonable.
Así y todo, parecería que no sólo en Estados Unidos –donde,
antes de ordenar Trump el ataque a Siria, sus adversarios demócratas se
preparaban para criticarlo con vehemencia por no querer castigar a Al-Assad y,
de manera indirecta, a su supuesto amigo Putin–, sino también en Europa, está
difundiéndose la conciencia de que los conflictos que están devastando otras
partes del mundo plantean una amenaza cada vez más grave a los países
democráticos, por bien armados que algunos estén, y que por lo tanto sería
inútil limitarse a mantener cruzados los dedos y rezar para que no ocurra nada
realmente malo. Así piensa el presidente francés Macron, que está procurando
convencer a Trump de que sería de su interés reforzar la presencia de Estados
Unidos en el Oriente Medio, y May que, a pesar del Brexit, comprende que el
Reino Unido continuará siendo un país europeo.
De confirmarse, el incipiente cambio de actitud de los
europeos frente al avispero musulmán, combinado con la voluntad de Trump de no
parecer tan débil como Barack Obama, significaría que las potencias
occidentales procurarían desplazar a Rusia en la región, además de enfrentarse
con los iraníes, pero es poco probable que opten por ir tan lejos. Hoy en día,
ni los norteamericanos ni los europeos quieren participar de aventuras costosas
de resultados inciertos. A veces, algunos políticos hablan de lo ventajoso que
sería consolidar grandes zonas seguras en Libia, Siria y otros países para
millones de refugiados, pero vacilan en emprender los operativos militares que
serían precisos.
Asimismo, aunque a menudo parecería que la mayoría coincide
en que a los países ricos les corresponde “hacer algo” para que mujeres, niños
y otros inocentes no caigan víctimas de la brutalidad extrema de las
despiadadas facciones armadas que abundan en el Oriente Medio y, no lo
olvidemos, en el África subsahariana, el que la intervención humanitaria
requeriría una dosis sustancial de violencia por parte de los occidentales es
más que suficiente como para intimidar a quienes se aseveran deseosos de
ayudar.
Según Macron y May, pudo justificarse el ataque a Siria
porque están en juego los intereses nacionales de sus países respectivos; temen
que yihadistas locales o importados adquieran armas químicas que no titubearían
en emplear contra la población civil. Por lo demás, poco antes de acompañar a
Trump y Macron en la brevísima expedición punitiva a Siria, la británica había
acusado a Putin de estar detrás del envenenamiento, con una sustancia tóxica
desarrollada en un laboratorio militar soviético, de dos rusos, uno de ellos un
ex espía que había trabajado para MI6, en la hasta entonces tranquila ciudad
inglesa de Salisbury.
No sólo en el Reino Unido sino también en otros países
europeos y Estados Unidos, se ha afianzado la convicción de que Rusia está
librando una guerra no convencional, una mayormente propagandística, contra las
democracias. Todos dan por descontado que Rusia sería vulnerable a sanciones
económicas pero Angela Merkel y, a veces, Trump son reacios a colaborar por
miedo a las eventuales repercusiones electorales de una nueva guerra comercial.
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