Por Isabel
Coixet
Era invierno o quizá no. Siempre recuerdo mi
infancia en invierno, como si los veranos nunca hubieran existido. Me habían
llevado al cine, como tantas tardes. No sé qué película había visto, a veces
tengo imágenes de carteles, de paisajes, de rostros que no sé identificar, pero
no tengo un recuerdo claro de aquella tarde. Cuando acabó la película, fuera la
que fuera, alguien me llevó de la mano a la cabina del proyeccionista.
Las escaleras eran estrechas y oscuras, pero no
tuve miedo. Cuando se abrió la puerta, vi una máquina grande con dos círculos
metálicos que se movían y un halo de luz que se dirigía hacia un cuadrado en la
pared. El proyeccionista me subió, cogiéndome por debajo de los brazos, unos
instantes, para que mirara a través del cuadrado. Vi que la luz se transformaba
en imágenes que se reflejaban en la pantalla que yo acababa de ver en la sala.
Luego me dio un trozo de plástico negro con agujeros a los dos lados, que sacó
de una gran lata, y me dijo que las películas eran eso, esos largos trozos de
plástico negro con agujeros a los dos lados y me enseñó un trozo donde se veían
unos caballos que se me antojaron microscópicos. Yo miraba sin entender el
trozo de plástico, los círculos metálicos que se movían con un ruido infernal,
el haz de luz y escuchaba, tamizado, en la sala el sonido de palabras que no
entendía. Supongo que en ese momento, de una manera que aún hoy no logro
comprender, empezó mi auténtica vocación por el cine: de no entender al
principio cuál era la relación entre aquel mecanismo extraño y ajeno y las
historias que veía en la pantalla.
Esa estupefacción ante dos fenómenos que
aparentemente no guardan relación también ha marcado muchos de los caminos que
he tomado en la vida.
Cuando decidí estudiar Historia, fue movida por un
afán de entender qué hacía que los seres humanos se las arreglaran para
dispararse en el pie una y otra vez a través de los siglos. Ingenuamente, pensé
que, estudiando el pasado y los movimientos que lo gobernaban, lograría
encontrar claves para impedir que esto siguiera sucediendo. Desgraciadamente
cinco años en la universidad sólo me sirvieron para saber que el hombre es el
único animal que tropieza más de un millón de veces con la misma piedra y con
el mismo pie. Y quizá esa es la única certeza que me llevé conmigo al dejar la
facultad: no sólo que los pueblos que olvidan su historia están condenados a
repetirla, sino que los pueblos que DELIBERADAMENTE olvidan su historia, porque
un masoquismo cuya impronta se repite de generación en generación, hace que QUIERAN
repetirla con todas sus funestas consecuencias.
Aún hoy el sonido de un proyector me lleva a ese
momento, en la cabina de proyección, en que comprendí que no iba a comprender
todas las cosas que el mundo me ofrecía, pero que esa certeza no me impediría
nunca aspirar a comprenderlas.
© XLSemanal
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