La herencia triste de la Revolución
cubana
Por Martín CaparrósPor Martín Caparrós |
Aquella tarde, cuando nos subimos en su Lada oficial,
Díaz-Canel puso un casete de Fito Páez, empezó a repiquetear sus dedos sobre
sus rodillas y me dijo: “Ya estás en Buenos Aires”; la canción que canturreaba
se llamaba Circo Beat. Aquella tarde no estábamos en Buenos Aires, sino en
Santa Clara, Cuba, y Miguel Díaz-Canel andaba en jeans gastados y camiseta del
Che pero no tenía el pelo tan largo como me habían dicho ni había hecho todo lo
que se decía.
Sobre él corrían, ya entonces, las historias.
—No, eso yo no lo dije.
Me dijo, por ejemplo, cuando le conté que un amigo en La Habana
decía que él se había declarado “el secretario de todos, de los obreros, los
estudiantes, los campesinos, los homosexuales”.
—No lo dije, no, pero yo siempre he dicho que tenemos que
dar un espacio para todos, trabajar para todos, ¿me entiendes?
Me dijo aquella tarde, hace ya más de veinte años. Yo estaba
escribiendo sobre Cuba para una revista argentina y su dueño, industrial
farmacéutico con negocios en la isla, me había conseguido un privilegio único:
que me mostraran el mausoleo del Che Guevara, cerrado, en obras todavía. Para
eso tuve que ir hasta Santa Clara, a unos 300 kilómetros de La Habana, su
lugar. Miguel Díaz-Canel era, entonces, el primer secretario del Partido
Comunista provincial y por eso me recibió, me contó cosas, me sacó a pasear, me
alojó en una casa para funcionarios extranjeros, me hizo sentir como un ruso
que había llegado tarde. Cuando caminamos por el centro de la ciudad, personas
lo paraban, lo interpelaban con retintín caribe:
—Oye, Díaz, a ver para cuándo terminan con el camino aquel
que tú dijiste.
Le dijo, por ejemplo, un vecino, y él se paró para darle
explicaciones. Otros lo saludaban, le preguntaban algo, lo trataban de cerca.
“El secretario Díaz-Canel —escribí entonces— es alto, bien hecho, mucho deporte
encima. Tiene 36 años y un diploma en ingeniería electrónica, pero siempre
estuvo en política y fue parte del equipo del ahora canciller Robertico Robaina
en la Unión de Juventudes Comunistas. Los cuadros dirigentes cubanos están
empezando a renovarse: de los quince secretarios provinciales, ocho tienen
menos de cuarenta años. En principio, los nuevos no tienen diferencias
ideológicas serias con sus mayores, pero en muchos casos se manejan distinto.
Después de una época en que funcionó bastante el modelo soviético de burócrata
encerrado, los nuevos buscan el contacto, la discusión. Y además, me parece,
esta nueva generación ha sido capaz de inventarse una épica de la gerencia:
frente a sus mayores, que hicieron revoluciones heroicas, su trabajo de
producción y distribución podría parecer menor.
—¿Y no tienes cierta envidia de aquellos años, de lo que
ellos hicieron?
—¿Por qué? En estos momentos difíciles, organizar una zafra,
lograr la recuperación económica, convencer a la gente de que dé todos sus
esfuerzos por la Revolución también es una batalla que vale la pena pelear.
Hacer la revolución fue importante, fundamental, pero construir el socialismo
también puede ser la pelea de una vida”.
Fueron paseos muy ilustrativos, y el mausoleo me impresionó
con sus masas de mármol y de bronce, su pretensión de eternidad, diez metros de
Guevara con boina y metralleta. Pero la revelación —burlona, chiquitita— vino
poco después. Díaz-Canel me llevó a una reunión. Un año antes un huracán había
asolado la provincia y, desde entonces, los responsables de las empresas y
servicios provinciales se reunían con él tres veces por semana: desde allí la
manejaban al detalle.
—Esta semana no hemos tenido ningún caso de hepatitis. La
diarrea bajó de 308 a 259.
Informa uno y otro dice que se encontró carne salada en mal
estado y otro que el agua sigue saliendo turbia y otros hablan del caso de un
recién nacido que murió, de la disminución de los apagones, de recuperar los
atrasos en el plan de helados, de lo bien que va la producción de ron, de la
llegada de veinte baterías para micros escolares.
—Nosotros en la funeraria estamos dentro de las cifras.
Tenemos siete cajones, que nos pueden alcanzar para diez días más.
Díaz-Canel opina, cita cantidades, da órdenes menores:
—Bueno, hay que aumentar la producción de repostería.
Atención, que con las vacaciones va a subir la demanda.
Después discuten cómo van a hacer para darles algo de comer
a los chicos que tienen viajes largos en los micros escolares: es un lío pero
están dispuestos a solucionarlo, no puede ser que esos muchachos pasen hambre.
Después Miguel Díaz-Canel, el joven pelilargo, se tornó un
funcionario atildado, siempre obediente, siempre dispuesto, que se fue
volviendo el heredero de la diarquía de los Castro.
Entonces creí que había entendido: allí, en esa reunión de
funcionarios provinciales y datos burocráticos estaba la explicación de todo.
Lo que arruinó las experiencias comunistas fue, sabemos, la ineficacia, la
paranoia, la concentración de poder, la “dictadura del proletariado”. Pero fue,
sobre todo, esa ambición magnífica, imposible: la de ser todo para todos,
hacerse cargo de cada detalle, proclamar que el Estado debe garantizar el
bienestar de cada ciudadano. El capitalismo siempre fue más astuto: consiguió
hacernos creer que ese bienestar era la responsabilidad de cada uno, que si a
alguien no le va bien en la vida es culpa suya: que el Estado debe ofrecerle
ciertas bases y después cada cual que se arregle. No podría haber dos sistemas
más opuestos: uno te deja librado a tu suerte so pretexto de la libertad y
consigue perpetuarse; el otro te promete todo en nombre de la igualdad y falla
porque todo no se puede.
—En el capitalismo, si alguien no tiene un ataúd la culpa es
suya, por no poder comprarlo. Aquí, en cambio, la culpa es de Fidel. Eso es muy
difícil de sostener, ¿no?
—Sí, claro. Pero tú no sabes la satisfacción que te da
cuando ves que va saliendo bien, que la gente va viviendo mejor. Eso no se paga
con nada, chico, con nada.
Pasó hace más de veinte años. Después el joven pelilargo se
tornó un funcionario atildado, siempre obediente, siempre dispuesto, que se fue
volviendo el heredero de la diarquía de los Castro. Ya entonces mostraba su
ambición; ya aquella tarde me contó cómo, un año antes, se había ganado el
favor del primogénito organizándole de la noche a la mañana un “gran acto de
masas”. Después siguió subiendo: fue ministro de Educación Superior,
vicepresidente del Consejo de Estado, esas cosas. Ahora es el primer mandatario
en más de medio siglo que usa otro apellido.
Pero se diría que las diferencias con sus excomandantes no
van mucho más lejos. Leo, en estos días, artículos de amigos cubanos que lo
miran llegar sin sombra de esperanza; ellos, por supuesto, lo conocen y dicen
que va a seguir por el mismo camino de estos años: que nadie podría llegar tan
alto en el escalafón de su aparato sin dar fidelidad garantizada. Así que es,
suponen, muy improbable que el sistema cambie.
Y entonces yo no puedo dejar de recordar esa otra noche
—Moscú, mayo de 1991— en que Vodimir Natorf, el exsecretario de organización
del partido Comunista polaco, bebía vodka con limón, me hablaba del fracaso de
los comunistas y me decía que habían cometido muchos errores, pero ninguno tan
decisivo como “actuar como si el hombre fuera intrínsecamente bueno, como si
existiera un hombre ideal, perfecto, utópico”.
No lo es, por supuesto. Pero tampoco sirve actuar como si
fuera tonto, como si hubiera que hacer todo en su lugar, pensar y actuar por
él. No le gusta, se rebela un poco. Y, si no encuentra otras vías, puede
incluso creer cosas tan raras como que la rebeldía, la libertad, el camino a la
felicidad pasan por Miami. Esa es, ahora, la herencia triste de la “Revolución
cubana”.
© The New York Times
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