Por Fernando Savater |
Lo cierto es que me licencié, pero recurriendo a engaños. No fue
por culpa de mis algaradas políticas —soy puro sesentaiocho, qué le vamos a
hacer— ni por mi poca afición al estudio, sino por una maldita asignatura que
se me atascó año tras año: ¡la gimnasia! No es cosa de risa, porque uno
entonces se quedaba sin el título por culpa de esa “maría” lo mismo que
suspendiendo metafísica o lógica.
Desde mis años colegiales supe que yo no tenía nada que ver
con el plinto o las espalderas, esos instrumentos medievales de tortura, ni
había nacido para trepar por una soga aún en una época feliz en la que pesaba
bastante menos que ahora. Ni siquiera el potro me motivaba, pese a mi afición
hípica...
En vista de que ya solo la gimnasia bloqueaba nuestra
licenciatura, mi amigo Eduardo y yo decidimos consultar a las brujas de
Macbeth. Nos aconsejaron que alquilásemos un par de raquetas y fuésemos unas
cuantas tardes a las pistas de la Ciudad Universitaria. Nadie se preocupaba de
nosotros, que paseábamos de arriba abajo, con las raquetas enfundadas,
admirando sinceramente a los jugadores sudorosos y sobre todo a las jugadoras
de muslos poderosos y relucientes.
Después, sin haber buscado pista ni molestado al orbe con
nuestra torpeza, firmábamos en la entrada la asistencia y nos íbamos al cine.
¡Habíamos hecho nuestro máster! Así aprobamos.
© El País (España)
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