Por Norma Morandini |
Y de medios que sepan que el ejercicio legítimo de la libertad
de información requiere hechos verídicos para no defraudar el derecho de la
sociedad a ser informada.
En mis años universitarios, en cambio, aprendí a
leer todo lo que tocaba bajo el prisma de la ideología. Por ejemplo, Para
leer al Pato Donald, un manual de "descolonización", como
explicaban sus autores, el chileno Ariel Dorfman y el sociólogo belga Armand
Mattelart, para entender cómo a través de las historias de Walt Disney el
imperialismo colonizaba a los inocentes niños latinoamericanos para inculcarles
los valores de la codicia y el dinero.
Pero también disecábamos las producciones locales,
especialmente las televisivas. Desde Plaza Sésamo, un programa
educativo pionero nacido en Estados Unidos, pero divulgado y popularizado por
la televisión mexicana, hasta los almuerzos de Mirtha Legrand. Si habré escrito
monografías sobre los ya legendarios programas de comer ante las cámaras de la
televisión en un living que simulaba la casa de Mirtha. La primera vez que fui
invitada a su programa, me sentí una farisea. Me había pasado criticando sus
programas y ahora estaba sentada a su mesa. Con la democratización, ambas
fuimos perdiendo nuestros mutuos prejuicios. Comprendí que, sin ser una periodista,
ella podía preguntar u opinar sobre sus invitados lo que a mí no me hubieran
permitido como periodista. Cómo decirle a un ministro que estaba gordo, mostrar
los zapatos de charol de un sindicalista o que los presidentes prioricen sus
almuerzos.
La permanencia de Mirtha Legrand en la televisión
habla de sus méritos personales, de su biografía extraordinaria, pero por ser
el suyo un programa de entretenimiento -regido por las reglas del espectáculo
televisivo, "el rating", medido antes para los anunciantes que para
servir a la ciudadanía- desnuda también la ausencia de un periodismo televisivo
vigoroso, capaz de promover un auténtico debate público democrático, con menos
gritos y más argumentaciones, con más expertos que celebridades.
En momentos en los que reflexionamos sobre los
cambios en el periodismo, a mano de la irrupción digital, vale también
preguntarnos si esa obsesión televisiva para atraer a las audiencias como sea,
el "minuto a minuto", no es, en realidad, la mayor herida a la credibilidad
periodística. Una actividad protegida constitucionalmente que, como
contrapartida, exige profesionales que distingan las cuestiones de interés
público de los chismes de alcoba.
La naturaleza pública de la libertad de expresión e
información vinculada a la formación de la opinión pública exige que las
expresiones no incidan en la intimidad de las personas, sino en las cuestiones
de bien público y el fortalecimiento de la democracia. Un periodismo exigente
contribuye al control democrático. Una opinión pública vigorosa depende de una
prensa fuerte e independiente. Y la protección constitucional con la que
cuentan los periodistas es precisamente a favor de los ciudadanos, sean
lectores o audiencias televisivas.
No son pocos los buenos periodistas que corren riesgo
de vida y trastornos emocionales por seleccionar y producir con criterio
responsable la información oculta, los indicios de corrupción sobre los que
después debe actuar la Justicia. En cambio, en la televisión, la anécdota, el
chisme, el grito, la descalificación personal hacen un uso vulgar y superficial
del lenguaje. La ofuscación televisiva podrá aumentar la publicidad, pero está
muy lejos de contribuir a una convivencia serena basada en el respeto, en lugar
del impacto del escándalo, que es ruidoso, efímero y cancela el pensamiento.
Que sobrevivan entre nosotros expresiones y
acciones de los tiempos totalitarios como "carne podrida", noticias
falsas "plantadas" por los servicios de inteligencia y
"operaciones", en tiempos democráticos, exige más que nunca buenos
periodistas y una prensa profesional capaz de distinguir lo que es falso de lo
verdadero, pero, sobre todo, capaz de recordar que la información es un derecho
democrático. No una mercancía.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario