Por Héctor M. Guyot
Esta semana, la crisis de las tarifas dejó en evidencia el
pasaje estrecho por el que se mueven Macri y su gobierno. Avanzan al tanteo por
uno de esos puentes precarios que sortean desde la altura los ríos africanos.
De un lado, se alzan voces que ridiculizan los esfuerzos oficiales por bajar el
déficit: esos gestos, en su inutilidad, equivaldrían al intento de achicar con
un dedal el agua que entró a un barco que se hunde. Piden medidas drásticas,
coraje, echar lastre por la borda.
Del otro lado, las mismas decisiones del
Gobierno son condenadas como la prueba de que estamos en manos de una
confabulación de CEO que busca instalar un neoliberalismo feroz, para someter a
la clase trabajadora y entregarnos al capital extranjero. Allá, el dictamen frío
de los números. Aquí, las miserias de la política.
En un país esquizofrénico, de extremos irreductibles, quizá
la idea budista de tomar el camino del medio no sea tan desacertada. Sobre todo
si uno intenta mantener el equilibrio y no caer. Cuando el puente se mueve allá
arriba, en medio del río, hay que estirar el brazo y agarrarse de lo que venga
para seguir. Se sabe adónde se quiere llegar, pero hay que ir viendo cómo. Ahí
aparece el gradualismo, al que a su vez hay que ir graduando según los dardos lleguen
de un lado o del otro.
¿Pero qué pasa cuando los dardos llegan desde las propias
filas? Puede que estos, a diferencia de los otros, no estén envenenados y
sirvan para despertar a aquellos que seguían avanzando medio dormidos, como
sonámbulos, encerrados en sí mismos y olvidados de la precisión fina que exige
el gradualista camino del medio. Son, más bien, gritos de alerta para sortear
el peligro. Como sea, convendría atender esos llamados antes, en tierra firme,
y no cuando se oscila sobre el precipicio y se está a merced de los ataques de
la oposición. Para no tentar al vértigo.
Resultó un espectáculo, de todos modos, ver al peronismo
otra vez unido para condenar al unísono los intentos de arreglar lo que ellos
desmadraron hace muy poco. Confluyeron en el Congreso los kirchneristas, con
Agustín Rossi a la cabeza; el interbloque que responde a los gobernadores del
PJ y el bloque del Frente Renovador que preside Graciela Camaño y sigue a
Sergio Massa. Hasta se anotaron los puntanos que obedecen a los Rodríguez Saá.
No faltaba nadie. La foto completa de los responsables del descalabro. Lo suyo
es armar bombas de tiempo, no desarmarlas. Podrían abstenerse. Al menos hasta
que la falta de memoria acabe absolviéndolos.
Sin embargo, conviene no tomarse esa foto a la ligera. El
peronismo puede estar en crisis, fragmentado, sin liderazgos, viviendo una
intervención de opereta decidida por un fallo desopilante, pero cuando los
suyos empiezan a oler sangre, el instinto los iguala y van en dulce montón a
morder en la herida. Ahí la coincidencia es plena, tal como coincidieron todos
mientras estaban disfrutando del poder. Cuando huelen la posibilidad, por más
remota que sea, de reconquistarlo, se acaban las diferencias.
La crisis, no cabe duda, puso a prueba a la coalición
gobernante. Y dejó a la vista las tensiones que la recorren. Hasta ahora, las
distintas partes, incluido el sector que responde al Presidente, han mostrado
flexibilidad para sortear los conflictos. Y el conjunto ha salido fortalecido
de muchos de ellos, especialmente los protagonizados por Elisa Carrió. Pero
persiste el reclamo no atendido de la UCR: quiere ser parte del Gobierno. En
verdad, unos y otros se necesitan, y no solo para hacer número. Los CEO tienen
la determinación que a muchos de los radicales les falta. Y los mejores entre
los radicales tienen la sensibilidad política y social que les falta a los CEO.
El crecimiento que debía mitigar el aumento de tarifas todavía no llega y ahora
cuesta avanzar hacia la normalización del país incluso de manera gradual. Pero
hay que hacerlo. Con determinación y sensibilidad.
Mientras, aunque haya avances, seguimos atados a lo que
fuimos, lejos todavía de lo que en un futuro podríamos ser. Una prueba es la
renuencia de dos ministros a traer al país la plata que tienen en el exterior y
la polémica que esto generó. Están en su derecho, hay que decirlo. No quiebran
ninguna ley. Es incluso comprensible, si reparamos en la historia argentina
reciente. Por otra parte, el desprendimiento no es una virtud que se pueda
exigir. Pero, del mismo modo, ¿se le puede exigir a los potenciales inversores
extranjeros que crean en un país en el que no confían ni los propios ministros
de gobierno?
Pese a las inconsistencias, el Gobierno se mantiene en
equilibrio. No es poco, en una Argentina donde son muchos, de uno y otro lado,
los que juegan a verlo perder pie.
© La Nación
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