Por Arturo Pérez-Reverte |
Quizá porque crecí entre marinos, en un puerto de mar y
viendo pasar barcos a lo lejos, me gusta navegar. Y a estas alturas, con seis
décadas y media de vida y trabajo a la espalda, lo considero una necesidad casi
terapéutica. Si hubiera tenido un velero a los dieciséis años, tal vez mi
biografía tendría otro rumbo en escenarios distintos, seguramente acuáticos.
Quizá nunca habría escrito nada, o puede que sí. Un barco y unos libros para
leer, según como sea cada cual, colman buena parte de una vida. En lo que a mí
se refiere, uno de los momentos de mayor felicidad que conocí, más que salir
entero de ciertos lugares difíciles, más que todas mis novelas publicadas, más
que el mundo pateado durante medio siglo, es cuando aprobé el duro examen de
capitán de yate, título máximo de la náutica no profesional. La sonrisa me duró
mucho tiempo. En realidad me dura todavía.
En el mar, sobre todo cuando se hacen navegaciones largas,
hay momentos buenos, momentos malos, y otros –relacionados con los malos y con
los buenos– en los que el goce de estar allí es insuperable. Encarar un
temporal cuando no hay más remedio, gobernar de forma adecuada y, una vez
rizado lo que haya que rizar, comprobar que tu barco toma la mar como Dios
manda, saber que todo irá bien a menos que se rompa algo, es una de las
sensaciones más hermosas que conozco. Confirma tu competencia náutica y la de
tu tripulación, y lo hace sin testigos ni alardes, en la más perfecta y
adecuada soledad. Situando tu legítimo orgullo de marino, como diría Joseph Conrad,
a doscientas millas de la tierra más cercana.
Lo que más me gusta es navegar de noche. Cuando el sol
desaparece tras el horizonte, y aunque haya previsión de buen tiempo, tomo
siempre un rizo a la mayor –en el Mediterráneo, un rizo de más es un sobresalto
de menos– y preparo el velero para las horas de oscuridad: luces de navegación,
linternas a mano, chalecos salvavidas, balizas, equipo de abandono del barco,
visor nocturno, ropa de abrigo. Hay algo de temor excitante, de expectación
contenida, de desafío ineludible, en ese ritual. Se parece a disponerse a
entrar en combate. Y luego, cuando al fin llega la oscuridad y no hay luna,
mientras haces tu cuarto de guardia y el velero avanza entre tinieblas en el
interior de una esfera negra como la muerte, permaneces atento a la pantalla
del radar y al AIS, te llevas los prismáticos a la cara para escrutar el mar
cada diez minutos, vigilas las luces que vislumbras en la distancia, roja,
verde, blanca; los destellos de faros y balizas que te advierten: mantente
lejos de tierra, amigo. Peligro. Peligro.
Maniobrar a un mercante de noche no es cualquier cosa. Vas a
vela y tienes prioridad, pero sabes que da igual. Son las cuatro menos cinco de
la madrugada, hay viento y fuerte marejada, y sabes que en ese rojo y verde que
viene hacia ti hay un fulano soñoliento a punto de salir de guardia, que no
presta atención a tu luz de navegación, ni al pantallazo de tu linterna en la
vela, ni al puntito que marcas en sus pantallas. Cambias el rumbo, oprimes el
botón de la radio. «I am in your course. Watch me, please». Y sigue la noche,
bajo una bóveda de estrellas como jamás verás en tierra. Luces distantes,
reflejos de la luna que sale al fin, delfines relucientes de plata dándose un
festín entre bancos de peces. Bajas a la camareta para situarte en la carta, y
vuelta arriba para escrutar la noche. Frío, tensión y ojos fatigados. Una taza
de café te calienta las manos, lejos de la vida terrestre, con nada en la mente
que no sea avanzar seguro en la oscuridad. Y al alba, al cruzarte con otro
velero que viene de vuelta encontrada, conmovido por la cercanía de alguien que
pasó la misma noche que tú, le mandas tres destellos de linterna a modo de
saludo; y al momento, bajo la vela hermana que se aleja en la primera claridad
gris, te responden otros tres destellos.
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