Por Jorge Fernández Díaz |
De lejos y con aquellas apacibles chimeneas humeantes,
parecía un acceso despejado; si los ingleses no hubieran caído en la trampa su
estrategia hubiese sido distinta: los comandos habrían llegado por la noche y
habrían asesinado a los soldados argentinos.
En ese momento, Esteban hizo un cálculo correcto: había en
aquellas costas cinco mil hombres, y él disponía de solo cuarenta efectivos.
Nadie le hubiera reprochado seguir la lógica, que consistía en dar por radio la
"alerta temprana" a sus superiores, y luego rendirse con honor. Pero
aquel muchacho de 28 años que estaba a cargo de la Compañía C hizo lo
inesperado: avisó y presentó batalla. Su proeza está en los libros de la
historia militar de la Argentina y de Inglaterra; nadie conocía muy bien, sin
embargo, lo que pensaba íntimamente durante esa guerra maldita. Carlos Esteban
se había recibido en Córdoba de licenciado en Ciencias Políticas y Relaciones
Internacionales. Sabía a esas alturas que Galtieri no sabía, y que esa
conflagración era un enorme error estratégico. Estaban destinados a perder,
pero no podía contárselo a nadie. Tal vez no le hubiera desagradado a Borges
relatar la parábola de un valiente que aun reconociendo la futilidad trágica de
su sacrificio, carga todo el tiempo con su secreto escepticismo y realiza a su
vez una hazaña heroica.
Esteban, sus oficiales y aquella antología de conscriptos de
la clase 62 que habían sido entrenados hasta la fatiga formaron parte del
discretísimo operativo de reconquista de las islas Malvinas, y más tarde
rodearon Darwin y redujeron a una población dócil que los esperaba con banderas
blancas. El jefe de esa localidad se llamaba Hardcastle, y mientras tomaban el
té en su casa, Esteban advirtió con un estremecimiento que su propia mujer posaba
en un retrato con la hija del flemático anfitrión: habían estudiado juntas en
un colegio bilingüe de La Cumbre. Se le antojó que esa asombrosa casualidad
podía ser una señal del destino. A veces se alejaba del campamento para llorar,
extrañaba mucho a su esposa y a su pequeño hijo; creía que nunca iba a volver a
verlos. Después se recuperaba y echaba una arenga a sus bravos, a quienes todos
cuidaban con esmero y con quienes compartían penurias sin distingos. Esa
actitud fue tan ejemplar que años más tarde el Pentágono envió una psiquiatra
para determinar por qué entre ese puñado de reclutas no se habían producido
ulteriores suicidios ni secuelas graves, ni denuncias ni maltratos, y en qué
había consistido la fórmula mágica de sus líderes.
El 1° de mayo la Inteligencia les anticipó que sufrirían un
ataque de aviación, y se refugiaron en los acantilados; hubo ocho horas de
bombardeo y de guerra aérea con varios muertos, pero ellos salieron ilesos. Les
dieron una nueva misión: marchar a la zona norte y controlar el estrecho por el
que podía colarse la segunda flota más poderosa de Occidente. Es precisamente
allí donde sucede el legendario combate de San Carlos, que comienza cuando
Esteban baja la colina, se comunica con la comandancia y prepara a los gritos el
repliegue. El primer Sea King surge entonces de la nada, y Esteban ordena
cuerpo a tierra y silencio absoluto. A los cien metros, da orden de abrir
fuego: los fusiles tronaron, las balas sacaron chispas del fuselaje y el
helicóptero se bamboleó, empezó a largar humo y aterrizó de manera brusca. Sin
pérdida de tiempo, el teniente dispuso un cambio de posición. Justo en ese
momento un Gazelle con un sistema de cohetes se les vino encima. Lo atendieron
con la misma fusilería. El aparato se sacudió en el aire, la cabina estalló en
mil pedazos y el piloto, mal herido, intentó escapar hacia la desembocadura; su
máquina cayó en el río y comenzó a hundirse.
Los británicos, desde la cabecera, empezaron a dispararles
con morteros. Ellos cruzaron otra cuchilla y un Gazelle idéntico quiso
cortarles el paso: "Repetimos la concentración de fuego y se desplomó
totalmente en llamas -recuerda Esteban-. No hubo chance de que se salvara nadie
de la tripulación". En esa mañana de sangre, el efecto sorpresa y la adrenalina
jugaban a favor de los perdedores. Que siguieron moviéndose, ahora para ganar
altura. El tercer Gazelle se presentó en sociedad apretando los gatillos, pero
dibujaba un blanco perfecto: cientos de proyectiles le dieron una dura
bienvenida y lo sacaron de circulación. Fue en ese instante en que se abrió una
extraña tregua. Cuatro helicópteros que costaban veinte millones de dólares
habían sido derribados en veinte minutos. Los ingleses, sorprendidos, hacían el
control de daños y evaluaban la insólita situación, y la Fuerza Aérea argentina
preparaba un ataque para impedir la avanzada. Esteban sabía que la infantería
inglesa los buscaría por cielo y tierra para eliminarlos. Era hora de partir.
Lo que sigue es una ardua aventura que Hollywood no hubiera
desaprovechado: los cuarenta y dos, considerados ya "desaparecidos en
acción", caminaron tres días y tres noches por la turba y el frío. En el
libro Bravo 25 se revelan sus peripecias: encontraron una casa vacía con
algunos pocos alimentos donde a veces sonaba el teléfono en vano, pernoctaron
al abrigo de las ventiscas y fueron acechados -mientras aguardaban escondidos y
con aliento cortado- por un helicóptero que dio varias vueltas a su alrededor
sin decidirse a destruirla o a marcharse. Anduvieron bajo el sol pálido hasta
el agotamiento, dieron con un caserío kelper, lo coparon a punta de pistola y
enviaron dos estafetas en Land Rover a dar la buena nueva al Ejército. Tras
incontables peligros, los rescataron, y en Puerto Argentino fueron recibidos
con algarabía. Mohamed Alí Seineldín estaba particularmente exaltado. Esteban
le relataba el despliegue impresionante que había visto en el estrecho, pero el
teniente coronel parecía sordo a los datos; confiaba en la Virgen: cuando
lleguen los piratas -decía- ella producirá una tormenta y los hundirá. Esteban
seguía guardándose su amargo y exacto diagnóstico; a las pocas horas solicitó
permiso para regresar a Darwin y participar de la defensa final. Allí su jefe
acordó la rendición tras una intensa y desigual refriega. Esteban y sus
oficiales eran tratados con deferencia y admiración por el enemigo, aunque
nunca quisieron privilegios: compartieron con los soldados rasos sus mismas
incomodidades. Al regresar a la patria, toda la "compañía de oro" fue
condecorada, y el áspero informe Rattenbach la dejó a salvo de
cuestionamientos. Esteban está retirado y es hoy director del Departamento UADE
Business School: en su posgrado enseña escenarios estratégicos, planeamiento,
negociación política y derecho diplomático. Pocos saben quién es ese profesor
afable. Mayo contiene las efemérides de lo que estrategas militares denominan
el "combate de San Lorenzo del siglo XX". Escasas o quizá ninguna
escuela dará cuenta, sin embargo, de esta historia callada por nuestra
estupidez y nuestra mala conciencia. Esta derrota verdaderamente sublime.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario