Una revisión de la
celebérrima novela de Nabokov, que reivindica su naturaleza paródica
Fotograma de la película Lolita, de Stanley Kubrick (1962) |
Por Elisenda Julibert
Si alguien ha hecho un esfuerzo por recrear la locura
amorosa y mostrar cuán persuasiva resulta, ése ha sido Vladímir Nabokov en su célebre
Lolita. Tan bien logró el propósito, que la obra fue y sigue siendo para
muchísimos lectores la novela de amor por antonomasia.
El equívoco, como es sabido, se produjo desde la primera publicación del libro en París, en 1955, y lo atestigua el hecho de que la opinión a propósito de Lolita sólo estuviera dividida en apariencia: tanto quienes defendían la obra como quienes la condenaban estaban convencidos de que se trataba de una historia de amor no correspondido, eso sí, poco convencional, ya que sus protagonistas eran un maduro profesor europeo de literatura y una niña estadounidense de doce años. Así, para unos era una obra desprejuiciada, franca, valiente, emancipadora y auténticamente amorosa en la medida en que mostraba que el amor es transgresor por definición; y para otros, una novela pornográfica singularmente perversa y degenerada, puesto que alentaba al abuso de menores. Una tercera lectura, que también se planteó muy pronto, era la de quienes, para salvar la obra, argumentaban –ateniéndose al prólogo del ficticio crítico John Ray– que era una denuncia como pocas de la pederastia, y que el escritor había puesto su prosa al servicio de la denuncia. Por lo visto, de poco sirvieron las aclaraciones del propio autor, quien explicó que no había escrito Lolita para denunciar nada, pues él era tan sólo un escritor (y no precisamente afecto a la idea del intelectual que tanto predicamento tenía en su época, ni a la Literatura de Ideas, que calificaba de “hojarasca solidificada en inmensos bloques de yeso”). Según confesaba Nabokov, lo que había querido era recrear la interioridad de un personaje, Humbert Humbert, y hacerlo con la mayor eficacia de que fuera capaz. Asimismo, en la conocida entrevista con Bernard Pivot para el programa Apostrophes, respondía así a propósito de la novela:
El equívoco, como es sabido, se produjo desde la primera publicación del libro en París, en 1955, y lo atestigua el hecho de que la opinión a propósito de Lolita sólo estuviera dividida en apariencia: tanto quienes defendían la obra como quienes la condenaban estaban convencidos de que se trataba de una historia de amor no correspondido, eso sí, poco convencional, ya que sus protagonistas eran un maduro profesor europeo de literatura y una niña estadounidense de doce años. Así, para unos era una obra desprejuiciada, franca, valiente, emancipadora y auténticamente amorosa en la medida en que mostraba que el amor es transgresor por definición; y para otros, una novela pornográfica singularmente perversa y degenerada, puesto que alentaba al abuso de menores. Una tercera lectura, que también se planteó muy pronto, era la de quienes, para salvar la obra, argumentaban –ateniéndose al prólogo del ficticio crítico John Ray– que era una denuncia como pocas de la pederastia, y que el escritor había puesto su prosa al servicio de la denuncia. Por lo visto, de poco sirvieron las aclaraciones del propio autor, quien explicó que no había escrito Lolita para denunciar nada, pues él era tan sólo un escritor (y no precisamente afecto a la idea del intelectual que tanto predicamento tenía en su época, ni a la Literatura de Ideas, que calificaba de “hojarasca solidificada en inmensos bloques de yeso”). Según confesaba Nabokov, lo que había querido era recrear la interioridad de un personaje, Humbert Humbert, y hacerlo con la mayor eficacia de que fuera capaz. Asimismo, en la conocida entrevista con Bernard Pivot para el programa Apostrophes, respondía así a propósito de la novela:
B. Pivot: ¿No le molesta que el éxito de Lolita haya hecho
que se le considere como el creador de una niña un poco perversa?
V. Nabokov: Lolita no es una niña perversa. Es una pobre
niña, una pobre niña cuyos sentidos nunca llegan a despertar bajo las caricias
del inmundo Humbert Humbert, a quien le pregunta en una ocasión: “¿Siempre
viviremos así, haciendo toda clase de porquerías en camas de hotel?”. Pero
volviendo a su pregunta: no, el éxito de la novela no me molesta. […] En
realidad Lolita, insisto, es una niña de doce años mientras que Humbert es un
hombre maduro y es el abismo entre su edad y la de la niña el que produce el
vacío entre ellos […] En segundo lugar es la imaginación del triste sátiro la
que convierte en una criatura mágica a la colegialita estadounidense tan banal
y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera
de la mirada maníaca del señor Humbert no existe la nínfula. Lolita la nínfula
sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Y éste es un
aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad
artificiosa. [Las cursivas son mías].
Así que, mientras que en el Postfacio escrito en 1956 y
titulado “Sobre un libro titulado Lolita” Nabokov indicaba explícitamente que
su obra no tenía ninguna vocación moralizante, la respuesta que daba veinte
años más tarde parecía destinada a defraudar la lectura de quienes consideraban
la novela como el relato de la trágica seducción de un hombre entregado a su
pasión por una niña cruel –versión infantil y en consecuencia aún más picante
de la femme fatale–, que no está dispuesta a corresponderle. Porque según el
autor la participación de Lolita en la aventura es tan discreta como la de
Dulcinea, cosa muy comprensible teniendo en cuenta que es una niña de doce
años, no muy versada en ninguno de los asuntos de la vida, que para ella acaba
de empezar. El hecho de que sea posible que a algunos lectores, como a Pivot,
se les pase por alto este detalle no es sólo un fallo de ellos, sino también un
indicio del éxito del autor, que efectivamente consiguió recrear la
interioridad del personaje con una inmensa eficacia: la fantasía del maníaco,
como él mismo lo llama, está tan bien representada que hasta para el propio
lector, no sólo para el personaje, puede confundirse con la realidad. Y es que
no asistimos al relato distanciado, omnisciente, de un delirio, como ocurre,
por poner sólo un ejemplo, en algunas novelas de Dostoievski. No, gracias a la
forma de “confesión” podemos zambullirnos de lleno en la fantasía del poeta
frustrado, y llegar a perder de vista el mundo real, es decir, el mundo de “la
colegialita tan banal y normal en su género”, persuadidos de que Lolita es una
nínfula, o “una niña un poco perversa”. Pero entonces, ¿el simple hecho de que
Lolita sea una invención de Humbert, niega la naturaleza amorosa de la aventura
narrada? La verdad es que, en un lamentable sentido, Lolita es efectivamente
una novela de amor, aunque sólo sea porque parece inscribirse en una tradición
en la que abundan las obras donde lo propio del amor es el desgarro, el
sufrimiento, la tragedia; donde, en resumidas cuentas, no hay amor feliz, tal
como lo expresaba Aragon. De hecho, desde ese punto de vista, Lolita es incluso
una novela de amor paradigmática o ejemplar: la tragedia está asegurada, porque
la aventura está condenada desde el comienzo mismo. Sólo que, quizá, en vez de sumarse
a la tradicional exaltación de esta concepción literaria occidental del amor
–Humbert es profesor de literatura, además de poeta frustrado– Nabokov la
disecciona, la caricaturiza y la parodia: al eliminar la distancia entre el
narrador y el protagonista el escritor ruso muestra en toda su crudeza en qué
consiste eso que en el arte y en la vida se considera a veces amor. De modo
que, si bien, como afirmaba Nabokov, Lolita no es una denuncia de nada, tal vez
sí sea una obra particularmente crítica, como suelen serlo las obras satíricas,
en el sentido de que levanta el velo de una determinada ilusión amorosa para
mostrarnos otro aspecto de la misma que no suele gustarnos ver.
Que una sola lectura pueda no bastar a la mayoría de
lectores para advertir lo grotesco que es Humbert Humbert (algo que, sin
embargo, delata de buenas a primeras su ridículo nombre y la pomposa
duplicación del mismo, que es el pobre consuelo retórico de un narcisista
patológico) es un indicio más del éxito de Nabokov, y posiblemente se deba a
que en buena medida en todo lector anida un yo mistificador, tal vez más tímido
que Humbert, pero igual de terco: ese yo infantil que, en nuestros momentos de
euforia, suele convencernos de que nuestras ideas son las más brillantes,
nuestros ripios auténtica poesía, nuestros pocos defectos los más simpáticos y
nuestro aspecto el más arrebatador. El mismo yo infantil que, por cierto,
muchas veces nos impide ver que el simple hecho de que alguien no nos
corresponda en materia amorosa no lo convierte ni en un dios ni en un demonio.
Naturalmente, como Humbert es un personaje paródico, está más cerca del
erotómano furioso que del vulgar vanidoso que somos todos. Pero es muy posible
que en caso de no ser tan grotesco, Lolita no hubiera sido una obra tan
reveladora y crítica, ni mereciera un destacado lugar junto a muchas de las
descarnadas sátiras en las que la exageración de las pasiones humanas es un
recurso perfectamente legítimo para evitar que el lector pueda hacerse el
despistado. Pienso, claro, en Don Quijote, Gargantúa y Pantagruel o Bouvard y
Pécuchet, tres obras en las que también se retratan algunos excesos reveladores
de la insensatez humana.
No obstante, el de Lolita es –a juzgar por lo poco que han
cambiado los términos de la discusión en torno a la novela al cabo de sesenta
años– un caso muy particular, porque muy pocos lectores contemplan la
posibilidad de que no sea una obra seria, como no lo es el maníaco Humbert. Y
sin embargo, leída en clave paródica encierra una crítica contra la
mistificación amorosa como pocas en la historia de la literatura y constituye
un antídoto incomparable, no sólo por el proverbial efecto liberador de la
risa, sino también porque el simple hecho de que nos cueste tanto identificarla
como sátira revela hasta qué punto estamos complicados con una forma de
imbecilidad inmensamente prestigiosa en nuestra cultura. De hecho, el
malentendido del que es objeto la novela de Nabokov se debe precisamente a la
naturaleza irónica del artefacto, que la hermana con una obra como Romeo y
Julieta, cuya dimensión paródica también suele pasar inadvertida, no sólo a los
lectores más incautos, sino a la crítica misma: pocas veces se lee la pieza
como la caricatura de dos tontorrones a los que su estupidez les cuesta la
vida, porque esa estupidez es, en nuestra cultura, un auténtico ídolo.
En el caso de Lolita, se diría que, para muchos lectores
basta que el narrador se declare enamorado y haga alarde de su vastísima
cultura iconográfica, musical, literaria, psicológica incluso, para que
quedemos persuadidos de la seriedad de la novela y hasta asumamos que la prosa
es exquisita. Tanto da que estemos advertidos –entre líneas, naturalmente– de
que el autor de esa prosa es un aspirante a escritor frustrado que lleva años
mareando la perdiz y postulándose como escritor en ciernes, como promesa,
aunque ya es un hombre granado. El detalle pasa tan inadvertido que incluso
quienes consideran que la novela es una apología de la pederastia o una
banalización de la violencia ejercida contra las mujeres, pueden afirmar que
merece la pena leerla porque es una gran novela escrita de un modo tan
magnífico que hasta consigue hacernos olvidar que está mal violar a niñas. Pero
¿de veras consigue hacérnoslo olvidar? Y en caso de que así sea, ¿seguro que se
debe a la magnífica manera en que está escrita la novela? ¿No lo olvidamos
simplemente porque Humbert es un embustero? De hecho, Lolita no está escrita de
un modo magnífico, porque la prosa no es la de Nabokov, sino la de Humbert
Humbert, farragosa, pedante, cursi, torpe, malograda. Y si es una gran obra lo
es en buena medida porque Nabokov no sólo logra recrear la prosa de un escritor
de gusto dudoso e inmensa vanidad, sino también que terminemos de leer su
obscena confesión hasta el final. El dificilísimo equilibrio entre la calamidad
y el éxito literario (en el estricto sentido de lograr que el lector no
abandone la lectura) es uno de los sutiles logros irónicos de la sátira de
Nabokov. Que muchos lectores asuman que formalmente la obra es admirable sólo
puede deberse a un prejuicio muy extendido: un personaje culto como Humbert
(creado ni más ni menos que por Nabokov) no puede ser mal escritor, no digamos
ya un imbécil. Aunque por lo visto la realidad había curado a Nabokov de este
prejuicio y no tuvo inconveniente en crear a un personaje como Humbert, mal
escritor, razonablemente culto (aunque bastante menos de lo que cree y presume)
y completamente antipático por grotesco, pagado de sí, pedante y embustero.
Parece bastante probable, por ejemplo, que lo que Humbert presenta ante los
lectores como asco hacia las mujeres maduras (por cierto, exageradísimo por
Nabokov hasta el extremo de lo grotesco) no sea más que una pura inhibición que
le dificulta considerablemente el coito y, por lo tanto, el goce. Pero,
naturalmente, el mistificador no admite nunca sus debilidades reales ni sus
fracasos, simplemente inventa una sofisticadísima teoría sobre el magnetismo de
las nínfulas, criaturas semidivinas ante las cuales él se convierte mágicamante
en un vigoroso e insaciable sátiro.
Hay muchos otros detalles que, desde mi punto de vista,
deberían llamar la atención del lector y permitirle identificar el carácter
paródico del personaje de Humbert y la dimensión crítica de la obra de Nabokov.
Por poner sólo un ejemplo, el memorable comienzo del relato de Humbert con el
que se extasían muchos de los lectores convencidos de que Lolita es una obra
maestra de la prosa literaria, recuerda escandalosamente al de un cuentito de
la primerísima juventud de Proust titulado El final de los celos que empieza
así:
“Mi pequeño árbol, burrito mío, madre mía, hermano mío, país
mío, mi pequeño Dios, mi pequeño intruso, mi pequeño loto, conchita mía,
querido mío, plantita mía, vete, deja que me vista y nos vemos a las ocho en la
rue de la Baume”.
De modo que la discutible excelencia literaria del comienzo
de Lolita podría ser tan sólo un indicio del plagiarismo de Humbert.
Pero sin duda el detalle paródico que pasa más
llamativamente inadvertido es, creo, la edad de Lolita, destinada sobre todo a
poner de relieve el indudable carácter grotesco del personaje caricaturizado, y
de la supuesta exquisitez y profundidad de su pasión que, a la luz del objeto
que la alienta, no puede ser más que erotomanía. Ya puede esforzarse Humbert en
convencerse y convencernos de que su amor por Lolita es sublime: lo que ve el
lector atento es que Humbert está solo, celebrando un onanístico festín privado
para el que necesita a una víctima sacrificial. ¿Sería más aceptable la novela
si el personaje tuviera dieciocho años? ¡Lamentablemente sí! Tal vez eso fue
precisamente lo que se trataba de evitar, que el lector perdiera de vista el
carácter mistificador, delirante, de la pasión del paranoico Humbert, cosa que
sin duda habría ocurrido si el personaje de Lolita hubiera sido algo mayor.
Pero si Nabokov no estuviera haciendo un comentario sobre ciertos amores
perversos de los que conviene alertar, sino sobre el potencial perverso del
amor tal como lo entendemos en nuestra tradición –de la que, por cierto,
Humbert se considera un sacerdote– una Lolita adulta habría podido parecer un
objeto perfectamente amoroso, como de hecho ocurre en buena parte de la
literatura amorosa que contribuye a perpetuar una delirante e insidiosa
representación del amor muy extendida y compartida por hombres y mujeres. Sin
embargo, lo que tiene de atroz el modo de amar de Humbert no es sólo que el
objeto de su pasión sea una niña de doce años sino, mucho antes, que su pasión
convierte en fetiche a la persona supuestamente amada. De hecho, la exagerada
inmadurez de Lolita debería permitirnos advertir de buen principio el carácter
desquiciado de la pasión de Humbert y, en general, de su delirante
representación del mundo. Pues la locura de Humbert es una caricatura de la de
cualquier individuo que pierde interesadamente de vista la realidad y la
tergiversa a su conveniencia, con los funestos efectos que ello tiene en su
vida y en la de quienes le rodean. Que esa exageración, la edad de Lolita,
lejos de contribuir a la comprensión de la obra, la haya condenado desde su
publicación hasta hoy a la ofuscación y la incomprensión de un buen número de
lectores tal vez sea tan sintomático como el hecho de que, en su momento, la
Iglesia incluyera en el índice de libros prohibidos Gargantúa y Pantagruel.
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