Por Sergio Suppo
"Ni Dios ni la corona de España dieron a Chile el
litoral del Pacífico, la fuerza le otorgó ese acceso", dijo el lunes, en
La Haya, Antonio Remiro Brotóns, el abogado de Bolivia en la Corte
Internacional de Justicia. El español que representa al gobierno de Evo Morales
habló, sin nombrarla, de la guerra (1879-1883) en la que Chile ganó más de
140.000 kilómetros cuadrados y convirtió a su vecino en un país mediterráneo.
Bolivia hizo de su reclamo a Chile una causa nacional desde aquellos años.
Un siglo después de la Guerra del Salitre, en Malvinas, los
argentinos también comprobamos lo dolorosas, diversas y perennes que son las
huellas de una guerra.
El almanaque concentra en apenas nueve días las fechas del
principio y del comienzo del final de la última dictadura. La singular afición
argentina a convertir a las desgracias en feriados une en una semana extendida
el 24 de marzo con el 2 de abril. Cada año, las emociones que abrigan el valor,
la entrega y la muerte de los soldados argentinos transforman la evocación del
desembarco. La identificación de 90 combatientes en el cementerio de Darwin y
la visita de sus familiares agregaron otro capítulo a esas sensaciones
conmovedoras.
Más fría, menos atravesada por sentimientos y pasiones, es
la posibilidad de recuperar las islas. La lenta y persistente construcción
diplomática tejida durante décadas, gobierno a gobierno, se derrumbó en aquel
otoño de 1982. Fuertemente influido por la Armada, perturbado por veleidades de
entrar en la historia como un héroe, pero también acorralado por las crecientes
debilidades políticas y económicas de la dictadura, Leopoldo Galtieri jugó la
ficha de la ocupación de las islas con la temeridad de un apostador compulsivo.
Consumó así el deseo guerrero de sus camaradas que Juan Pablo II había sofocado
en la Navidad de 1978, cuando una guerra con Chile parecía inevitable.
La derrota de Malvinas tuvo una consecuencia inmediata pero
perdurable. Galtieri perdió la guerra y el poder al mismo tiempo. Y la
Argentina recuperó la democracia al año siguiente. Hay otra secuela oculta
detrás de nuestros sentimientos de culpa y agradecimiento hacia los veteranos
de guerra. Los psicólogos denominan "lo no dicho" a lo que todos
saben o intuyen, pero no se atreven a nombrar. Ese "no dicho" de todo
un país es que la posibilidad de recuperar las Malvinas se alejó por muchos
años. Tomarlas por las armas fue imposible y, después de la guerra,
recuperarlas en una negociación no figura en ningún cálculo.
Una nueva generación de isleños no oculta un desprecio hacia
la Argentina que sus padres no tenían antes de 1982. Una zona de exclusión, con
la explotación pesquera, le sirve como sustento. Y una base militar tiene más
personal que la población civil. Durante este mismo tiempo, los gobiernos
argentinos pasaron del shock posbélico al recurso del "paraguas
diplomático" y la "seducción", para atravesar por discursos
agresivos que alimentaron el rencor de los kelpers.
Nadie lo dice, pero todos lo sabemos. Solo hay algo peor que
una guerra: perderla.
© La Nación
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