Por Gustavo González |
Es más que el jefe de gabinete. Tiene fama de gestionador exitoso,
cruzado contra el viejo orden y promotor de racionalizar el Estado. También, de
no tolerar a quienes piensan distinto y de que lo único que lo desvela es que
su jefe reine en paz. El no desmiente nada. Ni siquiera la acusación de ser el
promotor de una feroz cacería humana.
El marqués de Pombal fue el primer ministro que reconstruyó Portugal en
apenas un año, tras el terremoto de 1755. Se hizo célebre por eso y por lo que
se llamó el Proceso de los Távora. Ocurrió después de un intento de asesinato
contra su rey, José I, delatado por su amante, Teresa Távora. Ella provenía de
una familia que disputaba la corona de José, junto a los Aveiro.
En pocas horas, Pombal mandó a ejecutar a los supuestos
criminales. Después, lo hizo con la amante del rey, el marido, hijos,
yernos, nietos, criados y curas cercanos. Destruyó sus propiedades y echó sal
para que nada más creciera allí. Todavía hoy, en los palacios portugueses se
ven los espacios borrados que alguna vez mostraron frescos de los nobles de las
familias Távora y Aveiro. Su estrategia fue castigar y que se note. Para que
nadie más se metiera con su rey. Ni con él.
Macripeñismo. Marcos Peña parece en las antípodas
del despotismo ilustrado que representó Pombal. O del autoritarismo democrático
de la era K. Dialoguista, respetuoso de las formas y anfitrión de dirigentes de
distintas tendencias, hace que todos los que lo visitan se vayan con el mismo
sentimiento: bien tratados y con las manos vacías.
Pero el inmenso poder que le cedió Macri y la determinación para
castigar a quienes “no trabajan en equipo” (Prat-Gay), “tienen mucho
ego” (Melconian), “se quieren cortar solos” (Sturzenegger) o son “inestables”
(Monzó), hace que muchos lo vean como un marqués de Pombal posmoderno. Sus
adversarios internos y externos formaron un club que crece y se activa cuando
tiembla la política o la economía. Ahora, lo tienen en la mira.
Uno de sus miembros, que está convencido de que fue despedido del
Gobierno por su culpa, lo compara con López Rega. Aclara que es con
humor: “El, junto a Lopetegui y Quintana, entorna al Presidente, parecido en
ese sentido a lo que hacía el ‘Brujo’ con Perón. No saben nada de economía ni
dejan que aparezcan voces discordantes. Conozco a Macri y sé que éste no es el
verdadero Macri. Este no hace lo que el verdadero Macri quisiera hacer”.
Algo de razón tiene el ex funcionario PRO. Por lo menos en cuanto a que
sin Peña, Macri sería otro.
El jefe de gabinete proviene de un sector económico diferente al del
Presidente (el departamento en el que vive lo demuestra). No tuvo empresa
familiar en la que trabajar y su única experiencia laboral, antes de ser
legislador, fue en un centro de investigación de políticas públicas, el Cippec
y como voluntario en Poder Ciudadano. También su formación es diferente. Es
licenciado en Ciencias Políticas. Su padre es un experto en comercio exterior y
su esposa es periodista.
Peña le aporta una sensibilidad que Macri no la trae de fábrica. Modera el impulso
de un hombre más preocupado en alcanzar un objetivo que en medir sus
consecuencias. Pero en el intercambio, él suaviza a Macri y Macri lo endurece a
él. Lo que queda es el macripeñismo que nos gobierna.
Acusaciones cruzadas. Por ejemplo, sin Peña interactuando entre Macri y
Bullrich, la política de seguridad sería aún más controvertida. Y a la primera
represión de diciembre en el marco del debate jubilatorio, le habría seguido
otra igual de brutal. Con su intervención (y la de Larreta) se decidió
reemplazar a las primeras fuerzas de seguridad por policías metropolitanos que
se dejaron correr por manifestantes. “Eso fue cosa de ellos”, reconoce el
Presidente señalando socarronamente a su jefe de gabinete. Como diciendo: “Si
fuera por mí, hubiera sido diferente”.
Desde afuera, las víctimas del marqués lo ven distinto. Los
socios de Cambiemos lo hacen responsable de inflexibilidad política para
negociar, cerrarles espacios en el Gobierno y llenarle la cabeza al Presidente
hasta echar a los que no piensan como él. Su última víctima fue Monzó,
pero afirman que eso sintetiza su desprecio por todo lo que suene a política
tradicional.
El mismo Monzó acusa a Peña de no saber hacer política y de una falta de
sensibilidad para reconocer las necesidades del otro y armar acuerdos. Cree que
en lugar de usar los triunfos electorales para generar una base más amplia, los
usa para encerrarse. Y algo más: lo acusa de anticiparle a los medios su
partida de Diputados el próximo año.
Desde Jefatura de Gabinete responden que eso lo venía difundiendo el
mismo Monzó. También dicen que nunca dejaron de estar al tanto de las duras
críticas que el jefe de su bancada no se privaba de hacer entre propios y
extraños: “Emilio siempre fue muy inestable. Estuvo con Néstor, con Solá, con
De Narváez. Nunca pudo superar que perdió la territorialidad política sobre la
provincia de Buenos Aires en manos de María Eugenia”.
Algunos radicales coinciden en privado con Monzó. Desconfían del
PRO casi tanto como el PRO desconfía de ellos. El día que el presidente del
radicalismo, Alfredo Cornejo, fue a la Rosada a pedir un
replanteo por el aumento de tarifas, llegó notoriamente molesto. Venía en el
auto dándole un reportaje a Marcelo Longobardi y sintió que el periodista lo
criticó por demagógico. Juran los que participaron de la reunión junto a Macri
y Peña, que Cornejo los acusó de que a Longobardi lo mandaba el Gobierno. Así
de delirantes están las cosas.
Los estrategas del PRO aseguran que los radicales desconfían
porque “no pueden creer que no se usen los métodos que la vieja
política siempre usó”, ejemplificando con la escena de un senador radical
dando clase en Balcarce 50: “Para gobernar y aprobar leyes, los votos del
interior se compran, ¡se compran!”, dicen que explicó.
Olor a sangre. Cambiemos es una prueba de laboratorio a la que
desafía la historia para demostrar que una fuerza no peronista es capaz de: 1)
ganar una elección, 2) mantener la gobernabilidad, y 3) concluir el mandato.
El macripeñismo quiere demostrar, además, que es capaz de pasar al
siguiente nivel: 4) recuperar la economía, 5) ser reelecto en 2019, y 6) ceder
el poder a otro mandatario PRO. Estas últimas semanas prueban que cumplir
con el nivel 4 no estaría siendo fácil. Sin ese requisito, toda la estrategia
oficial corre peligro.
La incertidumbre provoca heridas; las heridas, sangre y la sangre,
excitación. En momentos como éstos, eso es lo que sienten los viejos habitantes
del poder, incluso los que son socios de la coalición gobernante.
También inquieta a cierto establishment empresario y mediático, que
apostó –como siempre– a ser oficialista hasta obtener del oficialismo todas las
ventajas posibles.
Unos y otros, hoy le pusieron el ojo a este político joven que
se volvió canoso en el poder y al que señalan como el impiadoso
verdugo del modelo M. Pero saben que Peña es Macri. Solo que con Macri no se
atreven. Por ahora.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario