Por Sergio Sinay (*)
“La democracia empieza con la conversación”. Pocas
definiciones más breves y contundentes de lo que es mucho más un modo de
convivencia que un sistema de gobierno (en todo caso, lo segundo es
consecuencia de lo primero). Pertenece a John Dewey (1859-1992), considerado
–junto con William James y Charles Peirce– uno de los padres del pragmatismo
filosófico, corriente enfocada en las consecuencias prácticas del pensamiento.
Aquella definición viene a recordar que la democracia nace, se ejerce y se
experimenta a partir de la aceptación de la diversidad, un atributo básico de
la especie humana. Conversamos porque somos diferentes; de lo contrario, no
tendríamos de qué hablar. Un intento de uniformizar el pensamiento y las
cosmovisiones, un acto de intolerancia hacia las diferencias atenta contra la
democracia. No solo en el plano político, sino aun en la convivencia íntima y
doméstica. Es decir, en cualquier interacción y relación humana.
La fecundidad y la frecuencia con que en la sociedad
argentina se producen grietas inducen a preguntarse si este país accedió a la
democracia, aparte de los actos electorales o el funcionamiento a menudo
aparente de las instituciones republicanas. El debate sobre la legalización del
aborto parece ser la más reciente de esas grietas. Más allá de las
declaraciones a veces voluntaristas y otras veces teñidas de correctismo
político, acerca de la oportunidad de ese debate, los alegatos expuestos en él
marchan sobre rieles: es decir, sobre paralelas que no se tocan ni se unen.
Pero a eso se agrega algo más grave, como los argumentos ad
hominem (ataque a la persona sin debatir ideas) que brotan en la discusión. Un
médico, al exponer, trató de cobardes a quienes están a favor de la
legalización. Por su parte, una mujer opuesta a esa legalización acusó a sus
congéneres que piensan diferente de pensar “con la bombacha”. El dogma
reemplaza a la reflexión, se agrede a las personas sin confrontar argumentos y
fundamentos. La descalificación reemplaza a la conversación que proponía Dewey,
por doloroso que sea el tema a conversar.
En materia de definiciones terminantes, la del jefe del
bloque de diputados del Pro, Nicolás Massot, tiene un lugar en el podio. “El
aborto es un fracaso y los fracasos se combaten, no se legalizan”, dictaminó
esta semana en una entrevista publicada por La
Nación. Como el aborto en sí es una abstracción, cabe preguntarse si a
quienes habría que combatir sería a los que viven esa dolorosa experiencia,
siempre trágica y nunca elegida por gusto o por pereza (según parecen creer
algunos fervientes opositores a su legalización). La palabra “combate” usada en
ciertos momentos y entornos, y aplicada a determinados temas, ha sido empleada
con frecuencia como salvoconducto para infaustas persecuciones tanto raciales
como políticas, religiosas y de diversos tipos. Es una bomba de tiempo, y basta
que alguien la entienda a su manera para que detone. Ya aconsejaba Gandhi
recordar que las palabras reflejan pensamientos, que los pensamientos se hacen
actos, los actos devienen en hábitos y los hábitos crean conductas.
Al margen del resultado final del debate sobre el aborto,
este, como tantos otros, amenaza con dejar nuevas cicatrices en la ya agrietada
piel de la sociedad argentina, una sociedad que naturalizó lo que la lingüista
estadounidense Deborah Tannen llama “la cultura de la polémica” (título de uno
de sus libros). Una cultura en la cual, según Tannen, el ejercicio de la
agresividad es más importante que el resultado de la discusión. La lingüista
propone reemplazar polémica por debate e incluir la idea de diálogo dentro de
este término. Porque un diálogo, recuerda, no excluye la discusión. Y aprender
a dialogar en el disenso, comprendiendo que un diálogo no se compone de dos
monólogos paralelos, es una asignatura largamente pendiente que, por ahora,
impide a la sociedad argentina acceder plenamente al título de democrática.
Mientras esta deuda se prolongue, seguirá imponiéndose la idea del combate. Una
idea muy peligrosa.
(*) Periodista y escritor
© Perfil.com
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