Por Héctor M. Guyot
En mi mesa de luz se libra una batalla. Entre lo nuevo y lo
viejo. Entre la atención y la dispersión. Entre el tiempo analógico y el
digital. Tengo allí, a tiro de mano desde la cama, seis o siete libros. Todos,
entre sus páginas, abrazan un señalador. En ninguno de ellos la marca pasa de
la página 50. No importa si se trata de una novela, de un ensayo o de una
colección de poemas. Tomo esos libros cuando ya se fueron los restos del día y
cuando mi propia energía emite una señal intermitente.
A veces lo hago por acto
reflejo, y otras, en busca de una frase reveladora o una historia que les
devuelva sentido y proporción a las cosas. Pero estoy cansado, pierdo la
concentración, y al final surfeo por varios de ellos sin llegar a permanecer en
ninguno. Sus personajes, ideas e imágenes acaban mezclándose indistintamente y
hasta anulándose entre sí. Advierto esto de modo sordo y ajeno, tal como el
oído percibe el sonido de las turbinas de un avión que se aleja, mientras el
peso de los párpados se impone y me dejo ganar por el sueño.
Tal vez por esta experiencia recurrente, cuando me invitaron
a participar en una mesa en la que se debatiría el futuro del libro pensé
enseguida que el libro goza de buena salud, pero lo que corre peligro, en estos
tiempos de conexión perpetua, es la lectura. Fue el sábado pasado, dentro de la
primera edición del festival LEER (Literatura en el Río), que se celebró el fin
de semana en el Centro Municipal de Exposiciones de San Isidro. Organizado por
la Subsecretaría de Cultura del partido, que encabeza Eleonora Jaureguiberry, y
por el librero y editor Fernando Pérez Morales, tuvo mucho público a pesar de
la lluvia intermitente. La gente se paseó por stands que ofrecían títulos
interesantes y poco frecuentes, y siguió atenta las clases magistrales y las
mesas redondas en las que participaron, entre otros, los escritores Martín
Kohan, Liliana Heker e Inés Garland, y los músicos Fito Páez y Julieta Venegas.
En mi mesa, Ignacio "Nacho" Iraola, director de
Planeta, y Víctor Malumián, que conduce Ediciones Godot, trazaron desde
perspectivas complementarias el estado del mercado editorial, que en alguna
medida se mueve, como no podría ser de otro modo, al ritmo de lo que ocurre en
la vida online: variedad, nuevas temáticas, fragmentación, modas fuertes pero
pasajeras. Matilde Sánchez, editora de la revista Ñ, me dejó pensando cuando
describió lo que representa el nuevo paradigma para los que editamos
suplementos culturales de los diarios. Yo dije que por fortuna sigue habiendo
muchos libros, aunque lo que escasea cada vez más es el tiempo para leerlos. En
verdad, como es obvio, estaba traficando una preocupación personal.
La tecnología aceleró y fragmentó la vida cotidiana. Vamos
más rápido y atendemos muchas cosas al mismo tiempo. Eso no favorece la
lectura. Al menos si convenimos que un libro es un diálogo íntimo entre autor y
lector que exige dejar de lado lo demás, poner el mundo en pausa. El celular
que hoy llevamos adherido al cuerpo conspira contra eso. En lugar de un
diálogo, propone un estado de hipercomunicación con conversaciones múltiples
que atendemos de manera simultánea. En este contexto adverso, la lectura
dedicada y atenta que requieren la literatura o el ensayo de ideas se ha vuelto
un acto de resistencia.
Sin embargo, como se dijo, el libro está a salvo. Solo hay
que ver las librerías, llenas de novedades editoriales y de hombres y mujeres
que eligen cuidadosamente lo que van a leer. La gente compra libros. Quiere
leer. Sin embargo, quizá compran la promesa de un momento de calma y sosiego.
La promesa de una experiencia de intimidad. Hay que ver si después logran
hacerse el tiempo y vivirla. En mi caso, cada vez me cuesta más.
Ya admití que estas reflexiones apuntan más a explicarme una
inquietud personal que a trazar un diagnóstico sociológico incomprobable.
Sospecho, de todos modos, que a otros les pasará lo mismo. Como tantos, yo
crecí en un tiempo analógico y debí adaptarme, mal o bien, al digital. Sin
embargo, todavía ando a caballo entre estas dos dimensiones, incapaz de integrarlas
o de hacer prevalecer una sobre la otra. Me debato entre el latido del corazón
y el zumbido de los algoritmos. A veces paso de una dimensión a otra sin hacer
el switch correspondiente. Leo papel en clave digital. O navego como si aún
tuviera un cuerpo. Me pregunto si seré el eslabón perdido de una mutación
imparable. Eso tiene su precio. En el mundo analógico, las cosas ejercen una
sutil resistencia cuando las abordamos en "modo" digital. En esta
callada rebelión, sospecho, están confabulados los libros que tengo sobre mi
mesa de luz.
© La Nación
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