Por James Neilson |
Tampoco les impresiona el que lo lógico sería que
los comprometidos con los valores democráticos y el respeto por los derechos
humanos celebraran con el fervor correspondiente el 10 de diciembre por
tratarse de una fecha patria mucho más importante porque en aquel día de 1983
se restauró el orden constitucional, mientras que pasarían por alto una
efeméride que en su opinión sólo merecería la aprobación de un puñado de derechistas
nostálgicos.
Si bien son cada vez más los que piensan así, hasta ahora no
les ha sido dado hacer retroceder a los resueltos a mantener el 24 de marzo
como el día clave de la historia moderna del país. Para estos personajes, todo
cuanto ha ocurrido desde entonces está relacionado con el golpe militar y sus
secuelas. Como las tragedias de Sófocles o Shakespeare que han conservado toda
su vigencia, los actores pueden cambiar pero los roles, y la trama, siguen
siendo los mismos.
Lo último que quieren es que la Argentina deje atrás los
años setenta o, lo que a su entender sería peor todavía, que se hiciera un
análisis serio de las razones por las que tantas personas, incluyendo a muchos
políticos moderados, creían que el golpismo era un fenómeno natural. Tampoco
les parece extraño que en la Europa de la década de los ochenta del siglo
pasado virtualmente nadie supusiera que la política debería continuar girando
en torno a los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe que
fue mil veces mayor que nuestra “guerra sucia”, mientras que aquí, a más de
cuarenta años del golpe aún abunden quienes se niegan a reconocer que en el
mundo mucho ha cambiado a partir de aquella jornada deprimente y que acaso
valdría la pena no perder más tiempo fantaseando acerca de lo que pudo haber
sido.
No será fácil convencer a “militantes” que se proclaman
dueños absolutos de la Memoria, Verdad y Justicia, así con mayúsculas, que en
su caso se trata de conceptos resbaladizos manipulados por demagogos. Tanto los
protagonistas ya ancianos de los conflictos que ensangrentaron a la Argentina
de hace dos generaciones como los más jóvenes que han hecho suyas las
obsesiones de sus mayores, han procurado –con bastante éxito, hay que decirlo–
, reemplazar la memoria auténtica de aquellos tiempos por otra ideologizada,
personalizada, en la que les tocaba a los montoneros y erpistas desempeñar un
papel heroico en defensa de la democracia.
Por el mismo motivo, prefieren ficciones, con tal que les
sean convenientes, a la verdad comprobable, de ahí la sacralización del número
talismánico “30.000”; como fundamentalistas religiosos, estallan de furia toda
vez que alguien se anima a señalar que fue elegido por motivos
propagandísticos, o sea, publicitarios, y se oponen a todo intento de averiguar
cuántos desaparecidos hubo en base a la evidencia disponible.
Lo mismo puede decirse del empleo de la palabra “genocidio”,
como si todos los asesinados por los militares pertenecieran a una etnia
determinada que el régimen quería eliminar. Fue una matanza horrenda, de
acuerdo, pero el genocidio es un crimen de dimensiones apenas concebibles en
estas latitudes. El holocausto perpetrado por los nazis y el asesinato de entre
500.000 y un millón de tutsis en Ruanda fueron genocidios; lo hecho por la dictadura
castrense no fue comparable con tales atrocidades colectivas en que
participaron muchísimos civiles.
En cuanto a la Justicia, la actitud de la mayoría de los
militantes que llenaron la Plaza de Mayo se asemeja a la reivindicada por su
general favorito, Juan Domingo Perón, “Al amigo todo, al enemigo ni justicia”.
Lo que piden es venganza. Con la complicidad de buena parte de una clase
política intimidada, se las han arreglado para asegurar que cualquier militar
acusado de violación de los derechos humanos se pudra hasta morir en una cárcel
sin disfrutar de ningún beneficio previsto por la ley, mientras que terroristas
culpables de crímenes parecidos se vean tratados como próceres democráticos. En
principio, los “luchadores por los derechos humanos” deberían ser los primeros
en exigir que sean tratados conforme a las normas que ellos mismos reivindican,
pero pocos, muy pocos, están dispuestos a arriesgarse así.
La postura adoptada por los izquierdistas es paradójica;
insisten en que delinquir en nombre del Estado es infinitamente peor que
hacerlo en el de una agrupación rebelde que pertenece a lo que sería legítimo
calificar del sector privado. Huelga decir que la distinción que hacen entre la
violencia estatal por un lado y, por el otro, la de quienes la usan para
apoderarse del Estado, está hecha a la medida de “compañeros” que hicieron un
aporte fundamental al golpe al brindarles a los militares un pretexto para
derrocar, con el apoyo tácito de muchos dirigentes políticos y ciudadanos
comunes, al gobierno de Isabelita, además de popularizar la maligna idea
maoísta de que “el poder nace de la boca del fusil”.
Tanto en la Argentina como en casi todos los demás países,
los izquierdistas y los populistas que les son coyunturalmente afines están
tratando de apropiarse del pasado por entender que, debidamente movilizado, los
ayudará a incidir más en el presente y, desde luego, en el futuro. Para los
organizadores de las manifestaciones más recientes, muy poco ha cambiado en los
cuarenta y dos años que han transcurrido a partir del golpe. Cuando miran a
Mauricio Macri, ven a Jorge Rafael Videla, Nicolás Dujovne será José Alfredo
Martínez de Hoz –total, son “derechistas”–, los detenidos por actos de
corrupción son presos políticos y Santiago Maldonado sigue siendo un
desaparecido a pesar de que toda la evidencia hace pensar que murió ahogado sin
la intervención de ningún gendarme.
En las circunstancias imperantes, la voluntad de tanta gente
de aferrarse a una mezcla de exageraciones malévolas, interpretaciones arbitrarias
y mentiras no puede sino ocasionar preocupación; sociedades enteras –entre
ellas la venezolana–, han sido arruinadas por la irracionalidad de minorías
fanatizadas que anteponían sus propias ambiciones al bienestar común. El que, a
pesar de todo lo sucedido, el kirchnerismo aliado con la izquierda dura que
fantasea con dinamitar el orden existente siga representando la alternativa más
probable al macrismo, y que iría a cualquier extremo para impedir que el país
levante cabeza, es inquietante.
Lo mismo que en el resto del mundo, a los supuestos
herederos locales de los rebeldes y revolucionarios de otros tiempos les gusta
creerse víctimas de la maldad capitalista, imperialista, racista y,
últimamente, sexista del establishment planetario. Entre otras cosas, suponen
que la condición así supuesta les ahorra la necesidad de decirnos lo que harían
para remediar las injusticias que denuncian si regresaran al poder. Treinta o
más años atrás, era posible confiar en que, bien aplicadas, las recetas
revolucionarias podrían crear sociedades superiores a las “burguesas”, pero la
experiencia nos ha enseñado que se trataba de una ilusión trágica.
En todas partes, las distintas variantes de la izquierda
están batiéndose en retirada porque han sido incapaces de elaborar programas de
gobierno que no sean meramente negativos. Sin darse cuenta de ello, los
progresistas se han vuelto reaccionarios, aunque pocos lo son tanto como en la
Argentina; a juicio de muchos, 1976 sigue siendo el año cero y cualquier
intento de separarse de él les produce indignación.
En cierto modo, el apego a expectativas frustradas o, como
ellos afirman, al “idealismo” juvenil que se atribuyen, de quienes sigan
conmemorando el 24 de marzo es comprensible; es cuestión de casi todo su
capital político y, en muchos casos, de una fuente de ingresos nada
despreciables. Puesto que desde los años setenta los partidarios de la
fantasiosa “revolución nacional y popular” no han logrado anotarse éxitos,
genuinos o virtuales, no les ha quedado más opción que la de continuar
aprovechando lo que consiguieron al ganar, de manera aplastante, la batalla
cultural que, con el respaldo de oportunistas como Néstor Kirchner y su esposa,
libraron contra quienes los habían derrotado en la lucha armada que habían
emprendido.
¿Qué buscaban quienes colmaban la Plaza de Mayo para
protestar contra los militares ya muertos que encabezaron el golpe de 1976?
Muchos se limitaban a aprovechar una nueva oportunidad para gritar consignas
contra Macri. Otros temían perder el poder de veto sobre todo lo vinculado con
el golpe de aquel año fatídico por suponer que es un asunto exclusivamente suyo
y por lo tanto debería permanecer vedado a quienes no comparten sus
preferencias, prejuicios y trayectorias. Así y todo, sin que el gobierno de Cambiemos
los haya alentado, algunos investigadores y periodistas están llegando a la
conclusión de que al país le convendría que el pasado oficial, por decirlo de
algún modo, dejara de ser un espejo distorsionador diseñado no para reflejar la
verdad auténtica sino una versión engañosa inventada por una facción política
rencorosa.
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