Por Gustavo González |
No es un atributo solo argentino. Todas las sociedades se
consideran únicas, dignas de estudio, poseedoras de atributos que rompen la
normalidad internacional.
Pero también nos consideramos únicos porque vivimos
en un país con inflación permanente, con multicorrupción política y con un
partido como el peronismo que parece incomprensible para el resto de la
humanidad.
Y son las características oscuras de nuestra supuesta inimitabilidad por
las que no quisiéramos ser destacados (aunque cierto masoquismo nos indique que
también eso puede ser señal de distinción). De allí que se intente construir la
utopía de “El camino hacia un país normal”: resolver aquellos aspectos
negativos que nos vuelven malamente anormales, para unirnos al resto de las
naciones “normales”, representación simbólica de los grandes países exitosos y
desarrollados.
Aunque la normalidad uruguaya sería un paso adelante.
Utopía vs. pornografía. Aceptemos entonces, al menos por lo que dura
esta columna, la excepcionalidad argentina. Y pongamos la vara alta de lo que
se debería cambiar para ser un país normal, tomando por ejemplo a la Justicia.
Porque así como está, la que tenemos no pasaría un test de “normalidad”.
El nivel de dependencia de los jueces con la corporación judicial, sus
padrinos políticos, el Poder Ejecutivo y el dinero, vuelven sospechoso
cualquier fallo. La sospecha de que los jueces manejan las causas al ritmo
de los tiempos políticos y mediáticos, tortugueando cuando investigan a
funcionarios de gobiernos fuertes o aplicando prisiones preventivas a
repetición cuando aquellos funcionarios cayeron en desgracia.
Que el juez Eduardo Farah haya aclarado en un
reportaje que no cobró dinero para excarcelar a Cristóbal López, convierte a la posibilidad
de que lo haya hecho en una hipótesis creíble para una sociedad escéptica del
comportamiento de sus magistrados.
Y que Jorge Ballesteros, el otro camarista que resolvió la libertad y el cambio de carátula de la causa López, mantuviera vínculos indirectos con involucrados en el expediente, alejaría todo, aún más, de cualquier normalidad razonable.
El mismo nivel de anormalidad que implica que desde sectores
oficialistas se deje trascender la cantidad de millones de dólares que se
habrían repartido para lograr la libertad de Cristóbal y su socio, Fabián De
Sousa.
Tenemos la utopía de ser un país normal. Mientras sufrimos
la pornografía de nuestras explícitas anormalidades.
Procuradora amiga. El kirchnerismo obtuvo cierta expectativa positiva en sus
comienzos, cuando se mostró como algo nuevo, alejado de los manejos turbios de
los viejos políticos. Fue un relato creíble, en especial porque una mayoría
tenía esperanzas de creerlo y muchos medios saciaban esa demanda no interfiriendo
con investigaciones inoportunas.
Con los años el relato K desbarrancó, pero la sociedad sigue esperanzada
en que pueda haber un gobierno que de verdad sea distinto. El macrismo
se alimenta de esa necesidad. También en el tema Justicia.
Por eso pudo desembarazarse de la ex procuradora Gils Carbó, presionándola hasta obligarla a renunciar.
En ningún país normal eso hubiera sucedido, tratándose de un cargo
inamovible, pero aquí se pudo hacer porque tampoco las actitudes previas de la
ex procuradora habían sido propias de un país normal.
En cualquier caso, el Gobierno tuvo la posibilidad de demostrar que
frente a una procuradora simpatizante del gobierno de turno, intentaría
designar a alguien que representara independencia absoluta del poder político.
Pero en lugar de exagerar transparencia para explicitar el cambio de época, eligió otro camino.
El propio Presidente se mostró en la Casa Rosada junto a Inés Weinberg de Roca, para postularla como
su candidata para ocupar ese cargo. Weinberg muestra una larga
experiencia judicial y hasta ahora no se le han conocido antecedentes polémicos.
El problema no son sus antecedentes, ni siquiera el hecho de que su
marido Eduardo Roca haya sido diplomático de distintas dictaduras. No son
responsabilidades de las que la jueza deba hacerse cargo, por lo menos mientras
ella no haya apoyado abiertamente a esos gobiernos militares.
El cuestionamiento es la pública relación amistosa que existe con el
Presidente, entablada en las horas de gimnasio compartidas en Barrio Parque. Y en
haber sido Macri quien la designó en el Superior Tribunal de Justicia de la
Ciudad y cuyo accionar, según dice, la dejó muy satisfecho.
Imagínense la misma escena en el gobierno anterior: Cristina posando en
la Rosada con su candidata a ocupar ese cargo, una amiga suya del gimnasio y a
quien había elegido antes como jueza de Santa Cruz.
¿Si aquello podía ser visto como un peligro de connivencia entre dos
poderes, por qué ahora no?
Quizás en este caso Inés Weinberg quede en el medio injustamente
de historias que no le pertenecen, porque hasta ahora no se conocieron
dudas sobre su honorabilidad y criterio judicial, pero Mauricio
Macri sí debería exagerar transparencia evitando la postulación
de alguien con quien simpatiza. Todavía está a tiempo de optar por un
candidato/a que conserve las mismas cualidades que pueda tener Weinberg, pero
cuyos antecedentes se ubiquen claramente lejos suyo y del macrismo.
Eso sería digno del pretendido país normal, aunque en el oficialismo
digan “transparentes sí; comer vidrio, no”. Lo que traducido significaría que
desean una Justicia mejor, pero que en ese mar de tiburones que sigue siendo
Tribunales, solo lo podrán lograr con gente seria… pero cercana.
Anómalos. La de la Justicia es solo una muestra de lo difícil que se hace en la
práctica ingresar al club de las llamadas naciones normales. La anómala
normalidad argentina nos acerca a la incorrección permanente de los países con
instituciones débiles y sociedades empobrecidas.
En Argentina podemos escuchar a un ex juez de la Corte, como Zaffaroni,
desear en público y reiteradamente, que el Gobierno se vaya antes de terminar
su mandato constitucional, algo que aquí es común, pero en los países normales
resulta una triste excentricidad.
Lo mismo que nuestra condenada imposibilidad de que los ex
presidentes acepten mostrarse con cada nuevo mandatario en
determinadas fechas simbólicas y como señal de continuidad institucional. (Ni
siquiera se logró que una presidenta como Cristina Kirchner fuera capaz de
entregarle el bastón de mando a su sucesor).
En 1684 se fundó la primera “escuela normal” de la historia. Fue en
Francia y su mentor fue Jean Baptiste de La Salle. Desde entonces ese tipo de
escuelas se dedicó a “enseñar a enseñar”, siguiendo las reglas y la
normatividad de una educación de calidad común para todos los países. Pero,
además, en el caso de aquella primera “école normale”, se propuso un modelo de
excelencia educativa que sirviera como norma para que en el futuro fuera
seguido por profesores y alumnos de cualquier nivel económico y social.
Ese ese “normal” como sinónimo de “excelencia” lo que el lenguaje común
dice cuando dice “país normal”.
Es una utopía legítima de una sociedad que está incómoda con lo que logró siendo como es.
Y es una obligación de sus líderes ayudarla a encontrar el camino para
alcanzarla.
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