Por Isabel
Coixet
Hay veinticinco personas en el vagón de metro donde
estoy sentada y veintidós están con la nuca bajada, mirando su teléfono. Un
bebé de unos tres meses y yo miramos a los que miran al teléfono. La sola razón
por la que yo no miro el teléfono es porque me lo he olvidado en casa y me
angustia pensar si realmente está en casa o en el bolsillo de una chaqueta que
llevé a lavar esta mañana.
El bebé está durmiendo plácidamente, ajeno a los
furiosos mensajes que su madre intercambia con su padre. A la salida, una mujer
sin techo, rodeada de bolsas de plástico, está sentada en un banco, cargando su
teléfono de uno de los cargadores de la estación. Una familia de ratas cruza el
andén, como una exhalación, camino de los raíles. Empiezo a estar segura de que
dejé el teléfono en la chaqueta. Casi puedo sentir el peso del teléfono en el
bolsillo. Lo visualizo. Sí. Ahí está. Creo. Busco una dirección y me equivoco
varias veces de lugar porque me he bajado en la parada que no era.
He quedado con un amigo en un café, pero, como
tenía la dirección en su último e-mail y no lo llevo encima,
confundo las avenidas y las esquinas. Y el nombre era algo así como ‘café
Fosco’ o ‘café F…’ o ‘Fiori’ o… Lo encuentro por fin. Via Carota. No sé de
dónde saqué la ‘F’. Mi amigo ya está allí. En el café no aceptan dinero, sólo
tarjetas de crédito y pago un espresso de tres dólares con tarjeta. Mi amigo me
explica con un deje de orgullo que habla con la televisión. «¿Pero te indignas
con los programas o con las noticias? –digo–; ¿le tiras libros a la pantalla
cada vez que aparece The Donald?». «No –me dice–, le digo a la
televisión lo que quiero ver y ella me lo busca». Ella. Ha hablado de la
televisión como si fuera una mujer que diligentemente le busca viejos
episodios de Seinfeld o la nueva serie de Alan Ball. «Ella
tiene una voz muy agradable. Me relaja –me dice–. Cuando no encuentra algo, se
disculpa y notas que está sonriendo, que casi se sonroja cuando tiene que
decirte que no ha encontrado lo que le has ordenado. Me gusta más la voz de mi
televisión que la voz de Google». «¿También hablas con Google?». «Sí, le digo:
‘Hey, Google, pónme el último álbum de David Byrne’; o: ‘Envíale un mensaje a
mi madre diciéndole que no estaré aquí en mayo’; o: ‘Hey, Google, borra todos
los mensajes de mi ex’; o: ‘Resérvame una mesa la semana que viene en la brasserie que
me gusta’». Ah. No digo nada. Bueno, digo: «Ah».
Me imagino a Google como una medusa de un billón de
brazos y a mi amigo pidiéndole que me envíe el e-mail donde me
agradece que nos hayamos visto y que tenga un buen viaje y que: «Hey, Google,
dile que pronto nos volveremos a ver».
Y sólo puedo pensar que el café es malo con ganas,
que el estómago me arde y que definitivamente mi teléfono está en la chaqueta
que he llevado a lavar y que no habrá secador o genio informático que sea capaz
de salvarlo. Aunque se lo pediré a «hey, Google», a ver qué le parece.
© XLSemanal
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