Por Gustavo González |
La conciencia de que en los mercados todo tiene precio no deviene de un
análisis economicista, sino de la práctica cotidiana y de una sabiduría popular
que dice que “cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía”. Sin
embargo, el marketing exitoso a veces logra convencer de lo contrario.
Facebook y Google representan, en ese sentido, su desarrollo más
sofisticado.
Las empresas dan servicios que nos conectan con amigos, socios y medios
de comunicación, o nos permiten hallar datos en una fracción de segundo. Invierten
miles de millones para que disfrutemos de las más satisfactorias experiencias
sin exigir nada a cambio. O casi nada. Lo único que piden es que
abramos nuestras vidas. Datos personales, red de relaciones familiares y
sociales a nivel nacional e internacional; cada uno de los mensajes e imágenes
que se intercambian en esa red; contenido de correos; sitios que se navegan;
lugares y hora exacta en que se compra comida, ropa, autos; restaurantes
elegidos; funciones y espectáculos a los que se concurre; recorrido de los
viajes tanto por trabajo como por turismo, incluyendo escalas y medios de
transportes elegidos en cada caso.
Solo un par de cosas más piden: documentar visualmente todo, desde el
baño de casa hasta la visita a Roma; y detallar el nivel de aprobación de lo
que se ve, se usa, se compra y se vende. Facebook y Google no reciben dinero de
sus audiencias. Reciben más que eso, reciben sus vidas. Y es gracias a la venta
de esa información vital que construyeron, en pocos años, una de las
acumulaciones capitalistas más impresionantes de la historia. Alcanzando una
posición dominante que empieza a ser cuestionada en el mundo.
Antimonopolio. Esta semana, el creador de FB, Mark
Zuckerberg, fue al Congreso de los Estados Unidos a explicar cómo se
había filtrado información sobre 87 millones de usuarios a la empresa Cambridge
Analytica. Cuando se le preguntó si estaba dispuesto a cambiar la configuración
del sistema para minimizar la recolección de información, Zuckerberg fue
sincero y evitó responder que sí, simplemente porque su negocio va en sentido
contrario: cuantos más datos recolecte, más beneficios obtendrá.
Tampoco pudo darle el gusto al senador demócrata que solo le preguntó si
le podía decir el nombre del hotel en el que estaba alojado y el nombre de las
personas con las que se había comunicado en la última semana. “No”, fue su
respuesta, porque el hecho de que todo el mundo esté dispuesto a revelar sus
datos a su empresa, no significa que él vaya a cometer el mismo error.
En una década, FB y Google se quedaron con más del 70% de la
publicidad digital mundial. Avanzaron todo lo que sus capacidades e
inversiones les permitieron. Irán por más. Siguieron el instinto, que toda
empresa tiene, de maximizar ganancias y conquistar nuevas porciones del
mercado.
Es la tendencia natural del capitalismo a la generación de monopolios
descripta por Marx, y lo que lo llevaba a creer que el sistema cargaba con el
virus de su destrucción. Lo que no contempló es que, antes de suicidarse, el
propio capitalismo desarrollaría el antivirus necesario para impedirlo. No para
acabar con el mercado, sino para que el mercado no se destruya.
La primera legislación en ese sentido es de finales del siglo XIX y
surgió, claro, en los Estados Unidos. Se la conoce con el nombre de su mentor,
la Ley Sherman Antitrust. El espíritu de sus primeros dos artículos fue la base
para infinidad de medidas antimonopólicas y el mismo que impregnó el Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea. Por ejemplo, en 1913 Bell System fue
sancionada por monopolio y dos años después Alexander Graham Bell realizó la primera
llamada transcontinental, inaugurando la línea más larga del mundo. La sanción
no hizo que la Bell ni las telecomunicaciones fracasaran, sino que generó más
posibilidades de competencia para un desarrollo mejor y más rápido. La sucesora
de la Bell fue AT&T, sancionada 70 años después por las mismas prácticas
monopólicas. Debió dividirse en siete compañías (las “Baby Bells”), pero no
dejó de tener éxito. En 2016 compró Time Warner en más de US$ 80 mil millones.
Aún aguarda la aprobación del Departamento de Justicia estadounidense, que
analiza si viola leyes antimonopólicas.
Cada año se conocen resoluciones similares en los tribunales de ese
país, aunque los especialistas siguen con preocupación que de 13 fallos
antitrust promedio durante la era Clinton, en los últimos años bajaron a dos por año. Un
estudio de 2017 de la prestigiosa Escuela de Negocios Booth de la Universidad
de Chicago, advierte que la concentración del mercado aumentó un 75% en tres
décadas. Algunas mentes conspirativas sospechan que detrás de la demora de ese
país en actuar sobre empresas como Facebook y Google, se esconderían supuestos
aprovechamientos del Departamento de Estado de la valiosa información que esas
redes proveen. Puede ser paranoia, pero lo cierto es que los Estados y sus
espías nunca tuvieron tanta información provista a voluntad de las propias
personas.
Sanciones. Pero hoy el mundo parece perder la ingenuidad. La filtración de
datos que se debatió esta semana, es el último eslabón de una polémica que
incluye las fake news y la utilización de datos en la campaña de Trump. Europa
viene de multar a FB con 110 millones de euros por proporcionar “información
engañosa” en la compra de WhatsApp; y a Google con 2.420 millones por abuso de
posición dominante. La investigación sobre Google sigue ahora con su sistema
Android y su administrador de publicidad AdSense. Influidos por esos fallos,
los tribunales norteamericanos iniciaron el año pasado causas por situaciones
similares, dejando atrás arreglos amigables entre esa firma y la Federal Trade
Comission (FTC).
La FTC acaba de abrir una investigación sobre la filtración de datos de
FB. Sigue siendo una coartada para no ir al fondo del problema, que es la de su
posición dominante. Porque filtrar no es una irregularidad, es la norma, es una
forma más de llamar al negocio de recolectar datos personales, analizarlos y
comercializarlos. Mientras las personas sigan entregando voluntariamente su
vida a cambio de distintos servicios, las empresas tienen el derecho de
beneficiarse con ese intercambio, dentro de los límites legales. La cuestión de
fondo no es el negocio. Es el sistema. Y un problema que viene desde su origen
y que el capitalismo encontró la forma de resolver aplicando leyes que ayudan
al mercado y a las propias empresas.
Argentina. Aquí se repite la problemática, con el agravante de que esas empresas ganan fortunas sin tributar y casi sin contratar personal. Sin embargo, para un gobierno con más práctica empresaria que teoría política, el problema no termina de entrar en su radar. Es que la mayoría de sus funcionarios lleva en la sangre la legítima voluntad nietzscheana del empresario por crecer interminablemente. Provienen de ese mundo en el que se vieron sometidos al control de la política y de leyes que ordenaran su impulso emprendedor, para que no se desmadrara ni rompiera los mercados.
Ahora, puestos en el lugar de la política y en árbitros del mercado,
deben entender que lo mejor que pueden hacer por el desarrollo
económico es asumir su nuevo rol de gobernantes y el espíritu
antitrust de los padres de ese liberalismo que reivindican.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario