El horror por el
asesinato de tres estudiantes de cine
en México
Marcha realizada en marzo pidiendo por la aparición de los estudiantes que luego fueron asesinados y sus cuerpos disueltos en ácido. (Foto/CuartoOscuro) |
Por Antonio Ortuño
Hay un problema que ronda la cabeza y la mano cuando se
escribe sobre el asesinato de unos chicos inocentes. Porque hacerlo con pena y
rabia no equivale, necesariamente, a hacerlo con inteligencia.
Pero para qué
diablos sirven las reflexiones cuando uno solo quiere bajar la mirada y hacer
chirriar los dientes, porque sabe que está de pie sobre una tierra que es al
tiempo matadero y osario, una tierra en la que muchos dedican su jornada de
cada día a utilizar a los otros como ganado, a explotarlos, domeñarlos, a
disponer de su vida y muerte y de la propia carne de su cuerpo. Esto es México.
En este pozo oscuro vivimos.
Lo que ha sucedido en Guadalajara con Javier Salomón Aceves
Gastelum (de 25 años), Marco Francisco García Ávalos y Jesús Daniel Díaz García
(de 20 años, ambos), tres estudiantes de cine secuestrados y muertos por el
Cartel Jalisco Nueva Generación, es mucho más y mucho peor que un accidente o
un episodio desafortunado. Nos repiten, las autoridades y la prensa, que los
muchachos “estaban en el lugar equivocado y en el momento equivocado” porque
fueron a hacer una tarea a una casa, propiedad de la tía de una amiga suya, que
resultó estar vigilada por unos sicarios del Cartel, ansiosos de dar caza a
unos rivales. “Fue una confusión horrible”, dijo el fiscal estatal. Como si ese
lugar y momento equivocados no fueran potencialmente, en México, cualquier
tiempo y sitio. Como si no hubiéramos visto antes, tantas veces, cómo otros
chicos, en Guerrero, en Veracruz, en Tamaulipas, en donde fuera, encontraban
destinos igual de terribles a manos de criminales disfrazados de policías o de
policías en plan de criminales (imposible, en México, trazar una raya de
división tajante entre el poder institucional y el de los delincuentes). Como
si no aparecieran cuerpos muertos cada mañana a nuestro alrededor en este país
de “levantones”, de feminicidios, de fosas, de zanjas, de cobijas, de “brechas
remotas”, de tambos con ácido, en donde muchos mueren pero otros no terminan de
estar muertos nunca, ya sea porque no somos capaces de encontrar sus restos, ya
porque no reposan jamás, tampoco, los parientes y amigos de alguien que ha
desaparecido (porque también es el nuestro un país de madres, padres y hermanos
que cavan y peregrinan en busca de los suyos, mientras que desde el poder les
dejan caer mofas y amenazas).
En la Zona Metropolitana de Guadalajara, solo entre enero y
marzo de este año se han registrado 300 homicidios dolosos. Y las cifras no
indican que en el mes que corre, el de abril, vaya a cambiar la tendencia. La
explicación oficial es muy simple (y la misma que hemos escuchado durante el
último decenio para la totalidad de la violencia en el país): se trata de
conflictos entre bandas criminales. Bandas que operan triunfalmente, que se
enriquecen y hasta se exhiben en las redes y las calles y que se encuentran
unidas al poder institucional, en toda escala, por cientos de hilos, canales,
sociedades y ayuditas cotidianas. Bandas que nadie parece ser capaz de contener
y no se diga ya de procesar.
Algún optimista dirá que las elecciones de este año 2018 son
una posibilidad para cambiar este escenario siniestro. ¿Pero qué esperanza
puede tenerse en la vida democrática de un país en el que la rueda de prensa
para informar del terrible final de los tres estudiantes de cine fue programada
quirúrgicamente en lunes para que no interfiriera con el debate de los
candidatos a la presidencia del domingo? Que me perdonen los entusiastas de
cualquiera de los aspirantes: la sangre, el horror, la vergüenza, son perdurables.
Y no hay eslogan ni promesa que los borre.
© El País (España)
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