Por Arturo Pérez-Reverte |
Pepe Albaladejo, como el comandante Labajos, el capitán Gil
Galindo, el cabo Belali y algunos otros, fue uno de mis amigos y también de mis
héroes. De mis últimos héroes, matizo, pues con ellos quedaron atrás muchas
inocencias. Yo tenía veintitrés años cuando me mandaron al Sáhara como enviado
especial de Pueblo, a contar en crónicas diarias la crisis en la frontera, la
Marcha Verde y demás. Todos eran de la Policía Territorial, que tenía mandos
españoles y tropas nativas. Les caí bien y me acogieron en su cuartel y sus
misiones. Viví con ellos nueve meses de patrullas, de camaradería, de bar de
oficiales, de copas nocturnas en aquel Aaiún colonial donde era posible vivir
todavía, antes de que desapareciese para siempre, un mundo canalla, áspero,
peligroso, fascinante, que hoy sólo es posible conocer en las películas y las
novelas.
Llegaron a ser mis amigos, como dije. Muy amigos. Leales y
acogedores, me permitieron acompañarlos a lugares y situaciones
extraordinarias, y junto a ellos viví cosas que conté lo mejor que supe, y
otras que callé y no contaré nunca, o no contaré del todo; no por vergonzosas,
pues fueron todo lo contrario, sino porque a algunos les habría costado un
consejo de guerra. Hay acciones que en el cine quedan estupendas en plan heroico
y tal, cómo nos gusta Clint Eastwood y todo eso, pero que en la vida real,
juzgadas por quienes ven los toros desde la barrera, hacen levantar las cejas y
se convierten en escandalosos titulares de periódico.
Pepe Albaladejo era teniente chusquero, como se decía de los
que ascendían desde simples soldados. Africanista de toda la vida, ex
legionario, debía de tener unos cuarenta y cinco años. Era uno de los más duros
soldados que conocí en dos décadas largas de mochila y sobresaltos: sobrio,
valiente, tranquilo, tenaz, profesional. Conociéndolo comprendías Tenochtitlán,
Pavía, Rocroi, Baler o Belchite. Aparte de darle un aplomo extraordinario, la
veteranía modelaba su cara curtida por el sol, tallada como a cincel de
profundas arrugas. Era implacable en su trabajo, pero también poseía, y eso era
lo que más me gustaba de él, una ternura ruda y espontánea. La forma de darte
un cigarrillo, de ofrecerte una copa, de quedársete mirando, aprobador, cuando
hacías algo de acuerdo con sus códigos. Me llamaba gollete, como sus
compañeros: chaval, niño en hassanía.
Las putas de Pepe el Bolígrafo, el dueño del cabaret de El
Aaiún –humo de grifa, alcohol, música, periodistas, legionarios, tropas
nómadas–, adoraban al teniente Albaladejo porque las respetaba como nadie, no
bebía estando de servicio y nunca permitía que lo invitaran. Además de vivir
con él aventuras en el desierto, viví muchas noches cabareteras que parecían
sacadas de Marruecos o Beau Geste. Y ligado a él tengo un recuerdo preciso,
inolvidable: el de una ocasión en la que una guapa chica del cabaret llamada
Silvia bailó un apretado tango, o tal vez fueron dos, con un jovencísimo
reportero que le caía simpático, y un técnico canario de Fosbucraa, que andaba
encaprichado de la señora e iba pasado de copas, agarró un calentón, empalmó
una churi de un palmo de hoja e intentó apuñalar al reportero, tirándole una
serie de navajazos ante los que el joven se defendió como pudo. Hasta que el
teniente Albaladejo se metió en medio, empezó a darle puñetazos al de la navaja
y lo sacó así hasta la calle. Clávamela a mí, le decía. Si tienes huevos.
Murió hace tiempo, sin que yo volviese a verlo nunca después
del Sáhara. Su hermano, que vino a saludarme en una firma de libros, me dijo
que acabó hace algunos años en una residencia de ancianos, duro e impasible
como había vivido, mirando con mucha calma acercarse la muerte cara a cara. Y
yo contemplo ahora su foto en blanco y negro, su perfil de granito, las barras
de condecoraciones cosidas en la camisa junto a los emblemas de la Legión, el
Sáhara y la Policía Territorial, y me viene a la boca una sonrisa tierna y
agradecida.
© XLSemanal
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