Por Manuel Vicent |
La divina comedia, la duda de Hamlet o la teoría
de la relatividad a la naturaleza parece que le traen sin cuidado. Para cumplir
su mandato, la vida ha dotado a las personas, incluso a las más exquisitas, del
mismo impulso genésico de los animales, que hasta ahora no ha podido ser
controlado por la cultura con los tabúes y el Código Penal ni por la religión
con el pecado y la amenaza del infierno.
Por un lado,
necesario e inevitable, por otro, reprimido y castigado, el sexo produce placer
y desolación, neurosis y felicidad, atracción y repulsa, violencia y ternura,
amor y perversión. Ese instinto básico rompe todas las barreras del honor y del
prestigio social; asoma por debajo de los ornamentos sagrados, de las togas de
los jueces, de los uniformes más entorchados; el albañal del sexo lo comparten
papas y cardenales, artistas consagrados de Hollywood y académicos del Premio
Nobel con las manadas de los lobos violadores. A cualquier personaje lo puede
convertir en un salvaje o sumirlo en el ridículo.
El sexo hace
débiles a los poderosos, puesto que los deja desguarnecidos a merced de espías,
conspiradores y chantajistas; en cambio, para los desheredados de la tierra el
sexo constituye un arma demográfica invencible para apoderarse del planeta.
Les basta con
cumplir felizmente el mandato de reproducirse sin medida ni destino que les ha
impuesto la naturaleza.
© El País (España)
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