Sede de la constructora Odebrecht en Lima, Perú. (Foto/JANINE COSTA-REUTERS) |
En el año en el que
más del 75% de los habitantes de la América que no habla inglés acudirán a las
urnas para elegir a sus nuevos presidentes y representantes, se hace más
evidente que nunca la crisis de los sistemas democráticos, pero también la
necesidad de reestructurar su supervivencia. Baste recordar que en los últimos
30 años, 19 presidentes elegidos en el subcontinente no han logrado terminar su
mandato, el último Pedro Pablo Kuczynski.
De todos los
países, Brasil, México y Colombia son especiales porque sufren ahora mismo la
pulsión y la presión de los tribunales en la persecución y desmantelamiento de
los casos de corrupción. El sistema de partidos está en crisis, y lo está por
la pérdida de la autoridad moral frente a los pueblos y la consiguiente escalada
de la falta de fe democrática que se va reflejando cuando se pulsa el ánimo de
la población.
El problema es
grave en todo el mundo, pero en América Latina es peor por varias razones. La
primera, porque solo recupera el perfil democrático a finales de los ochenta,
ya que la libertad fue un anhelo largamente esperado y casi siempre abortado
por la injerencia de EE UU. La segunda, porque ese desembarco en la
democracia fue a través de la experiencia, por agotamiento de las dictaduras y
por el éxito del modelo de la transición española.
La América que va a
votar tiene en este momento —por alguna u otra razón— procesos judiciales en
marcha y el imperio de la ley es lo que marca la atmósfera política. Odebrecht
no solo ha sido un virus como el ébola, no solo ha sido la demostración de que
todo era peor de lo que se suponía, sino que ha sido —y sigue siendo— la
demostración de que, cuando se habla de democracia en América, se habla de
corrupción e impunidad.
Odebrecht y
Petrobras están a punto de lograr que el favorito de las listas y de las
encuestas en Brasil, el expresidente Lula da Silva, no pueda llegar al palacio
de Planalto por tercera vez a causa de sus problemas legales. Esa preeminencia
del imperio de la ley y de los jueces plantea cuestiones que tienen que ver con
el futuro, de una manera decisiva.
Los jueces están
para cumplir y hacer cumplir la ley en todas partes. Tienen, también, la
obligación de comportarse según las mismas leyes que tienen que interpretar y
aplicar, aunque ellos no son quienes las hacen. ¿Es posible un gobierno de los
jueces? Ese tipo de experiencias siempre fracasaron. No hay más que recordar
que el mítico juez Oliver Wendell Holmes —el presidente del Tribunal Supremo de
Estados Unidos más longevo de la historia— terminó su mandato queriendo anular
el New Deal de Franklin D. Roosevelt, después de la
gran crisis de 1929.
Los jueces pueden
lograr que haya justicia, perseguir delitos e interpretar las leyes, pero no
está en su ámbito, ni en su formación, ni en sus capacidades definir cómo es el
juego de la Administración y de la democracia. Este imperio de la ley necesita
una salida política y esa salida no puede ser solo seguir contabilizando el
número de presidentes en la cárcel o las condenas por delitos varios. El
problema es que tienen una misión diferente a la de gobernar o a la de generar
las ilusiones necesarias del sistema democrático.
Solo hay una
experiencia muy importante y reciente, que conviene recordar: la
operación Mani Pulite (Manos Limpias), que acabó con el sistema político
italiano, metió a un sinnúmero de políticos en la cárcel e invalidó el sistema
que había gobernado Italia desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La
consecuencia, además de la justicia, fue la llegada al poder de Silvio
Berlusconi como alternativa a la crisis del sistema. La pregunta que hay que
hacerse es: después del gobierno de los jueces, ¿solo hay lugar para los
populistas?
© El País (España)
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